La enfermera del cuadro

Por Alejandro Sánchez Moreno* –

En los últimos meses fui cuatro veces al Hospital San Martin de La Plata. Eugenio, mi hijo, está haciendo estudios para presentar a IOMA. Es el requisito para ser afiliado voluntario. En realidad no tendría que hacer nada, porque trabaja en el Ministerio de Economía y los empleados del Estado tienen IOMA. Pero como es encuestador del INDEC en negro, no tiene obra social, ni vacaciones pagas, ni descuentos para jubilación. Trabaja en la calle, encuestando comercios para medir la inflación, sin protección por los accidentes de trabajo, sin viáticos para el traslado.

IOMA tiene un plan que se llama 18 a 35. Para ingresar tienen que presentar una declaración jurada firmada por un médico y tres estudios, sangre, radiografía de tórax y electrocardiograma. Una vez presentada esa documentación y aprobado el ingreso, hay cuatro meses de carencia. Quiere decir que pagan pero no pueden usar. Entre las clausulas los aspirantes no tienen que tener una enfermedad anterior.

El Hospital está en un extremo de la ciudad, en una avenida principal. La entrada parece la feria de la Salada. No hay Starbucks ni Café Martínez. A ambos costados del corredor de ingreso hay muchos puestos: chipa, bolas de fraile, café con leche, barbijos, accesorios de celulares, termos, hamburguesas y panchos. Hay dos mesas redondas despintadas con sombrillas que ya no abren. Hay momentos que la puerta principal se colapsa: entre los que entran y los que salen, una multitud permanece inmóvil hasta que se destraba.

El primer día fuimos a la guardia. Para llegar hay que ir por el pasillo principal hasta el fondo. El edificio ocupa varias manzanas, en realidad son varios edificios. Uno el original y otros que se fueron agregando. Es difícil saber cuál es el más moderno. En la guardia hay que anotarse en informes. Después un televisor chiquito va publicando los nombres y apellidos y número de consultorio que toca. Era la tardecita, frio y humedad. En el medio hay un patio interno con un árbol que sufre. En todos los lugares al aire libre, que son muchos, hay gente fumando. No se alejan, fuman cerca de la puerta, tal vez para no perderse el turno si llaman. Hay gente mayor en sillas de rueda, se escucha toser, alguno cada tanto, otros permanentes. Personas con sábanas y toallas tapando una herida. Esperamos una hora, dos horas, tres horas. En un momento llega una brigada de limpieza. Tres personas con dos baldes, un escobillón, dos secadores y trapos de piso sucios. Piden que todos vayan al patio así pueden limpiar. Tardan entre veinte minutos y media hora. Afuera cae roció y el frio penetra los huesos.

Un médico joven atiende a Eugenio. Entiende la situación porque ya tuvo otros pacientes para lo mismo. Le hace la orden para los tres estudios. Para agilizar pone el sello de urgente y también lo aclara con birome. Vamos para el sector radiografías, hay que subir por una escalera que está mojada. En las paredes un cartel se repite: no ensucie el hospital, cuídelo, es suyo. Un hombre que se agarra la espalda habla con los hijos, les dije que no quería venir acá. Esperamos un rato y llaman. Otro rato y sale con la radiografía en la mano. Faltan dos estudios. Ya es tarde y el laboratorio está cerrado. Hay un aviso con whatsapp para pedir turno. Cardiología está cerrado también.

En el patio principal hay un monumento que es nuevo, del 2022. Es un homenaje a los héroes de Malvinas, cuando se cumplieron cuarenta años. El monumento se ve viejo, como el hospital. Como si todo ahí, incluso lo nuevo, estuviera destinado a envejecer. El hospital está lleno de murales. Uno para concientizar sobre el mal de chagas, otro para agradecer a los empleados del hospital por su trabajo en la pandemia, contra la violencia de género. En los pabellones hay placas, muchas placas. Reconocimientos a médicos que fallecieron o se jubilaron, agradecimientos de pacientes.

El día siguiente Eugenio pide turno al laboratorio. Consigue uno para treinta días después. Dos días más tarde consigue para el electrocardiograma, cuarenta días. Los dos papeles decían urgente.

La segunda vez fuimos al laboratorio. Está en el primer piso cerca de la entrada. Paramos en la puerta, Eugenio se baja y voy a estacionar. Por unos minutos no me puedo mover. Taxis, remises, autos particulares, combis que dicen Monte, Carmen de Areco, están bajando gente. Llego al laboratorio y Eugenio está esperando. Camino por los pasillos, paso una puerta que está entreabierta y encuentro escombros. Las paredes descascaradas, humedad, pisos sucios. Me acerco al ventanal que da a la calle. No se ve bien, es viejo, está plagado de papeles con avisos: pensiones, agencia de taxis, delivery de comidas. Miro y los ojos van descubriendo algo, como cuando se acostumbran en la oscuridad. En la terraza hay un campo de refugiados: personas durmiendo en el piso con frazadas viejas y rotas, zapatillas, zapatos, medias, bandejas de comida, yerba en el piso. La mayoría está acostada, unos pocos toman mate. Hay calentadores con garrafas chicas. Imagino que son parientes de internados o gente que vive en la calle. En los pasillos vi personas durmiendo en el suelo o en los asientos de espera.

En la salida hay una mesa con folletos. No hay nadie. Agarro uno y lo hojeo mientras camino. Inversión histórica en salud, creación y fortalecimientos de áreas, incorporación de procedimientos diagnósticos y terapéuticos de última generación. El folleto brilla, tiene colores llamativos, lindas letras y hermosas fotos.

En un cuadro desgastado una enfermera pide silencio. Se lleva el dedo índice a la boca. Es un gesto firme pero dulce a la vez. La foto se popularizo, se difundió por los hospitales, la idea era promover un ambiente sereno para el bienestar de los enfermos. En la península de Valdez, la utilizaron para que haya silencio para no molestar a los animales. En un pabellón unos chicos escuchan música en el celular. El camión de la basura tiene el motor prendido en el estacionamiento de la guardia. La enfermera perdió la batalla.

Toca el turno de Cardiología. Hacemos igual, Eugenio baja y yo estaciono. Entro y veo que viene caminado. Pienso: no encontró el lugar o ya se lo hicieron. Me dieron turno para el viernes que viene, el cardiólogo esta de licencia.

Cuarta vez en el hospital. La fila es enorme. Hasta completar el estudio son tres colas: una en secretaria, otra para hacer el electro y la última para que el doctor haga el informe. Las dos primeras van bastante rápido. La última hay que esperar que llamen por apellido. Un médico desganado abre la puerta. No habla, susurra. La voz tan baja que casi no se escucha. Los pacientes se acercan, le piden que repita. Repite en voz baja. Atiende una hora y pico y avisa que se tiene que ir un rato. ¿Cuánto dura el rato?, pregunta un hombre viejo con el pulóver roto en los codos. A la hora y media vuelve: mientras atraviesa el pasillo dice algo. Parece abatido, vencido, acabado.

Recorro los pasillos, escucho algunas conversaciones. Una chica joven charla con una doctora: la medicación no la tenes que interrumpir, acá en la farmacia la llevas gratis. Lo que pasa, doctora, es que soy sola con mis hijos, y a veces no puedo venir. Me siento en unas butacas que dan a un ventanal grande. Corre aire y hay luz. Saco un libro y leo un poco. Estoy entusiasmado con Sylvia Iparraguirre. Ahora estoy con La Tierra del Fuego. Un barco inglés se lleva unos yamanas a Inglaterra, allá por el 1830 para hacer un experimento. El capitán los compra con un botón de nácar. De ahí viene el nombre ingles que le dan a uno de los yamanas: Jemmy Button. La historia sucede en Lobos, Londres, Montevideo, Buenos Aires y en la Patagonia. Me pregunto cómo serían los hospitales en esa época.

Gustavo sabía que iba a ser médico desde chico. Y sabía que iba a ser médico en un pueblo chico, en el interior, donde lo necesiten. Se había recibido hace poco y vio un aviso en el Diario. Oriente, un pueblo de dos mil habitantes pedía doctor. El que había se jubiló. Ofrecían trabajo en el municipio, seis meses de bonificación del alquiler y ayuda para instalar un consultorio. Llamó por teléfono: a los diez días bajó en una plaza que hacía de Estación. En veinte años fundó un hospital con once camas, dos ambulancias de traslados de urgencias. En Bahía Blanca, la ciudad grande más cercana, compró un aparato para hacer electros. Tres días de la semana iba a los parajes pequeños: atendía en la escuela, en la casa que ofrecían o en el almacén. Escribió un manual para emergencias en zonas rurales que se usa en la Facultad. Picaduras de víboras, partos, accidentes en la ruta. Clínico, cardiólogo, partero, traumatólogo y chofer de la ambulancia. Para llegar más rápido a las zonas de campo, compró una moto. Fue el médico del equipo de futbol. Una tarde en la playa, se acercó una mamá con un chiquito en brazos. Sacó el maletín de la camioneta y lo atendió a la orilla del mar.

Por un costado del hospital entra una familia. Es media mañana, esta templado, es septiembre, sol de primavera. Llevan bolsos, mochilas, gaseosas y sillas reposeras. Cierro los ojos y parece que van a la playa.

https://medium.com/@alesanchezmorenolh/la-enfermera-del-cuadro-5517a5026bd

*Colaboración para En Provincia.

Fotografía: Archivo web.