
Por Alejandro Sánchez Moreno* –
Dos de abril de 2013: vamos al cine con Sara y Delfina. Es sábado, la primera función es temprano, dos de la tarde. La película es linda, Jack, el caza gigantes. Los gigantes viven arriba, reclaman a los humanos la tierra que perdieron hace mucho, secuestran a la princesa y empieza la guerra. Para llegar de la tierra al mundo de arriba, plantan semillas mágicas, un árbol enorme con ramas como bazos, crece rápido y los lleva. Un joven granjero, humilde y valiente, encabeza la misión de rescate. Algunos caballeros lo acompañan, otros se asustan. Jack termina victorioso y nace el amor con la princesa.
Salimos del Cinema City, enfrente hay una casa de té, Camelia. Pedimos una merienda para tres, mientras tanto llueve despacio. Sara tiene doce años, Delfina, trece. La camioneta está en la puerta, charlamos, reímos, el tiempo pasa. Sigue lloviendo, ahora más fuerte. Algunos autos vuelven, pensamos que hay un choque o que está cortado por algo.
Nos vamos, subimos rápido para no mojarnos. En la esquina, tenemos que volver, hay mucha agua y no se puede pasar. Empieza a oscurecer, con la tormenta más rápido. Busco una manera de regresar y no puedo. En los cruces el agua ya son olas. Vuelvo y avanzo. Vuelvo y avanzo. Llueve más fuerte. De alguna manera, no sé cómo, logro agarrar por la avenida 60. En una esquina viene un río. Es una lengua monstruosa de agua. Tengo que tomar una decisión en un segundo. Doblo y paso por encima de la rambla que está tapada de agua. No sé qué hay abajo.
Llegamos a calle 12. Está oscuro, la gente corre y se protege en los techos del centro. Los negocios están cerrados. Sigue lloviendo. La Veneciana está abierta, paramos ahí. El agua nos llega a los tobillos. Nos sentamos, Delfina llora, Sara no habla. Una moza trae té caliente. Pasa el tiempo, las horas. Miro las ruedas de la camioneta. El agua va subiendo, estoy preocupado, pero no digo nada. Falta poco para que las ruedas desaparezcan abajo del agua.

Llega la noche y es más oscura que nunca. El agua no baja, pero tampoco sube. Volvemos a la camioneta, llegamos a la casa de mi mamá. Las chicas se acuestan en seguida. Los teléfonos no funcionan. Algunos pudieron mandar un último mensaje, hacer una última llamada.
Marcelo está en la pieza, la ventana da a la vereda. Temprano, compro pan, fiambre y vino. Almorzó parado y se acostó para mirar los partidos. Sin darse cuenta, se quedó dormido. Lo despertó el ruido, el frío, los gritos, los autos que pasaban rápido. Bajo de la cama y sintió el agua. Tardo unos segundos en reaccionar. La puerta que comunica con el resto de la casa está cerrada. El agua que sube y sube, no lo deja abrirla. Hace fuerza y nada. Se cansa. Pasaron pocos minutos que parecen muchos. Es ahora o nunca. Toma impulso y abre la puerta. Corriendo entre platos y objetos que flotan, llega a la escalera del patio que lleva a la terraza. La corriente se lleva todo. Se sienta contra la pared debajo de un techito. Falta algo. Falta la perra. Se tira al agua y la encuentra nadando. La agarra y salen juntos. Pasan la noche abrazados.
Dejo a las chicas durmiendo y me voy a mi casa. Para eso tengo que cruzar la ciudad. Voy a una salida y no puedo. Voy a otra y tampoco. La luz está cortada, sigue lloviendo. Una camioneta de defensa civil está estacionada en la plaza rodeada de gente. Bajo la ventanilla y pregunto por dónde se puede pasar a Los Hornos. Por ningún lado, me contestan. Sigo recorriendo. No estoy solo, decenas y decenas de autos buscan una salida.
Vuelvo y dejo la camioneta. Decido ir a pie. En una esquina, después de tres o cuatro cuadras, veo a un grupo de personas. La noche es inmensa y oscura como el fondo del océano. Sin decir nada, empiezo a entrar al agua. Primero los tobillos, pocos metros y el agua ya está en la cintura. Alguien me llama, vuelvo, me agarra del hombro y prende una linterna que parece un faro minero. Me muestra lo que hay adelante. El agua tapa los coches, el silencio es atronador. Se escuchan gritos, llamados de auxilio, llantos, sollozos.
Nicolás tiene diecisiete años, es alto, rubio, flaco y fibroso. Como al padre, le gusta el agua. En el club náutico de Ensenada, aprendió a remar. Ahora tiene un Kayac propio. En el quincho del fondo lo guarda, en unos ganchos que están en la pared. Gano varias competencias, un periodista lo describió como un delfín.
Su casa está inundada, pero están todos bien. Está preocupado por la abuela, que vive a la vuelta. Sin decir nada, saca el Kayac y llega a la reja de la abuela. Entra y la encuentra sentada en un sillón, pálida y en silencio. La carga y la lleva a su casa.
Sin dar tiempo a nada, teme que su padre no lo deje salir, vuelve a afuera. En el camino para rescatar a su abuela, vio gente refugiada en techos de autos, en un árbol, en un techito de entrada. Con paciencia va cargando a todos. Puede ir sacando de a uno.
En la película Hasta el último hombre, Desmond Doss es un soldado que quiere servir a su país en la Segunda Guerra, pero no quiere llevar armas. Es un objetor de conciencia, que contra todos los obstáculos, logra a ir al frente. En una batalla el ejército norteamericano es masacrado por los japoneses. Desmond no huye, se queda para salvar vidas. Salva una, salva otra, salva setenta y cinco soldados. Cada vez que salva uno, pide a Dios fuerza para salvar otro. Al final de la película hay una entrevista al verdadero Desmond. Es flaquísimo, su apariencia es la de un hombre sin fuerza. Cuenta que encontró a un soldado llorando que gritaba que se quedó ciego. Lo tranquilizo y con un pañuelo blanco le limpio la cara. Nunca voy a olvidar la sonrisa de ese soldado cuando pudo ver.
Nicolás rema toda la noche. Está cansado, lastimado y débil. Una señora le pidió por favor que la lleve, prometió volver. Con cada rescate hace lo mismo: carga a la persona en el Kayac y va caminando. En el último viaje siente un dolor en la pierna. La sangre brota en el agua turbia. Sigue y sigue. Sigue y sigue. Llega y se seca con una toalla. Toma un té y mira la pierna. Un fierro está clavado en el muslo.
Duermo un rato, a las ocho de la mañana me voy. No llueve, hay sol y no hace frío. La ciudad parece que sufrió un bombardeo. Las veredas están levantadas, coches colgados de los cables, un micro, caído de costado, corta la calle. La gente camina, algunos lloran. Ramas caídas, árboles caídos, viviendas caídas. En cada cuadra, en cada casa: un basural. Los muebles en la vereda. Unos jóvenes llevan cosas a la rambla, cuelgan una soga con dos estacas. Con broches ponen las fotos, ropa y libros. Con secadores tratan de sacar el agua. Pasan los días y el paisaje no cambia. Camiones de basura empiezan a pasar y pasar. La basura es enorme: bolsas y más bolsas. Algunos camiones dicen Berazategui, otros Quilmes. Una vida para juntar todo, unos minutos para que no quede nada. Un intendente que miente: publica una foto con botas de lluvia asistiendo un barrio y es mentira, está en Brasil de vacaciones. Un funcionario municipal de Defensa Civil recibe un castigo de la justicia: una multa de 12500 pesos.
Cuando éramos chicos nos encantaba la lluvia. Si nos agarraba en medio de un partido de futbol, seguíamos jugando. Barro era diversión: resbalones, caídas, zapatazos, la pelota mojada, risas. Una chocolatada caliente esperaba en la casa. Una vez fui a la cancha de Gimnasia a ver a Boca. Llegamos caminando y llovía, miramos el partido y llovía. Estuvimos más de cinco horas debajo de la lluvia.
Juan Gelman escribió a la lluvia.
hoy llueve mucho, mucho,
y pareciera que están lavando el mundo
mi vecino de al lado mira la lluvia
y piensa escribir una carta de amor
una carta a la mujer que vive con él
y le cocina y le lava la ropa y hace el amor con él
y se parece a su sombra
mi vecino nunca le dice palabras de amor a la mujer
entra a la casa por la ventana y no por la puerta
por una puerta se entra a muchos sitios
al trabajo, al cuartel, a la cárcel,
a todos los edificios del mundo, pero no al mundo
ni a una mujer ni al alma
es decir a ese cajón o nave o lluvia que llamamos así
como hoy que llueve mucho
y me cuesta escribir la palabra amor
porque el amor es una cosa y la palabra amor es otra cosa
y solo el alma sabe dónde las dos se encuentran
y cuándo y cómo
pero el alma qué puede explicar
por eso mi vecino tiene tormentas en la boca
palabras que naufragan
palabras que no saben que hay sol porque nacen y
mueren la misma noche en que amó
y dejan cartas en el pensamiento que él nunca escribirá
como el silencio que hay entre dos rosas
o como yo que escribo palabras para volver
a mi vecino que mira la lluvia
a la lluvia
a mi corazón desterrado
En la computadora tengo una foto: alguien la saco desde el cielo. Es La Plata vista desde arriba. Toda la ciudad tapada de agua. Cayó limpia y termino sucia. La Plata es una olla que se llena rápido.

Diecisiete de agosto de 2023: llueve la noche entera. Cae granizo, una vez, dos veces, muchas veces. Escucho la lluvia y sigo durmiendo. Pienso en los gatos: uno está conmigo. La más chiquita pide entrar. Está mojada y asustada.
https://medium.com/@alesanchezmorenolh/hasta-el-%C3%BAltimo-hombre-87afadaee4cf
*Colaboración para En Provincia.
Fotografía: Archivo web.