
Por Alejandro Sánchez Moreno* –
Una caja grande de cartón rectangular en un cajón que se abre poco. La caja tiene más de treinta años. Está envuelta en un paño para protegerla del polvo. Adentro: un álbum de estampillas, una carpeta gloria con aros, varios cuadernos, una cajita con monedas, otra con billetes.
Buenos Aires hace muchos años. Mi mamá camina con una amiga, pasamos por plazas gigantes. Ellas hablan mientras yo agarro boletos del piso. Con una seña me pide que me apure. No puedo porque el suelo está lleno de boletos. Los de La Plata ya los tengo todos. Los pegué con plasticola en una carpeta que era para la escuela. No sé cómo decirles a mis padres que use la carpeta para otra cosa. Con birome, escribo arriba, en una hoja rayada, la línea de micro, por ejemplo 506, y abajo pego los boletos en orden según el precio, del más barato para un trayecto más corto, al más caro para un viaje más largo. Tengo todas las líneas completas. En el final están los capicúas. Tengo bastantes, eran los más difíciles de conseguir. No te los daban, porque los guardaban en la billetera para tener suerte. Cuando llegamos a Buenos Aires, se me abrió la cabeza. Había empezado a guardar tickets de tren, eran unos cartoncitos rectangulares, con el origen y el destino del recorrido. Estaban picados por el guarda con dos agujeritos. En La Plata pasaba el chancho, un inspector que después de mirar una planilla que le daba el chofer, pasaba por los asientos pidiendo boletos.
Los juntaba y los guardaba en una bolsa de nylon. Los agarraba con cuidado para que no se arrugaran. En una servilleta anotaba los micros que pasaban. Llegamos a mi casa, los metí adentro de libros para emprolijarlos. Descarte los rotos y los repetidos. Me quedé hasta las tres de la mañana. Mi papá entró a la cocina y se hizo algo caliente. Era una costumbre que tenía. A veces cocinaba algo, me despertaba el ruido y el olor a churrasco. Baja un frasco de la alacena, del cajón saca un colador de tela blanco. Lo pone en un hervidor, lo llena de café y echa el agua caliente. El olor a café inunda la cocina. Mira para atrás sin decir nada. Mientras se iba a su pieza dijo: en todas las ciudades hay micros.

En Alta fidelidad, Rob es dueño de una disquería. Tiene dos empleados que vinieron hace tres años para trabajar tres días a la semana y ahora van el mes entero. Dick es tranquilo, Barry es intenso. Se van haciendo amigos. Tiene gustos musicales distintos, a su manera cada uno es excéntrico. En el local hay un afiche que pide un bajista para formar una banda. Lo puso Barry hace muchísimo. Un día entra uno con pelo largo y campera negra de cuero. Pregunta si está vacante el puesto. Barry contesta que sí. Rob no entiende a Barry, el afiche es viejísimo y Barry contesta como si lo hubiera puesto hoy. Un cliente está buscando un disco que le falta para completar una colección. Barry lo engaña haciéndole creer que no se consigue. Que tiene uno en la casa y se lo va a traer para vendérselo. El cliente pregunta el precio. Barry contesta que hoy no tiene ganas de venderlo.

En Plaza Moreno está la Catedral de La Plata. Es fija en un paseo turístico. Venían micros de Capital con turistas extranjeros. Íbamos, en bicicleta, varias veces al día. En las escalinatas, donde los que se reciben se sacan fotos, pedíamos monedas. Los seguíamos hasta la entrada. Brasileños, peruanos, uruguayos, algún europeo. Aprendimos a decir obrigado. Algunos nos daban enseguida, otros decían que a la salida. Una mañana de verano llegue a la plaza de Humahuaca, en Jujuy. Todos los días, al mediodía, una imagen articulada de San Francisco Solano de tamaño natural, sale a bendecir. La gente se junta, el saludo dura un minuto. Un niño vendía cucharas de alpaca. Le dije que cuando volvía para irme le compraba. Paso la mañana, el mediodía, la tarde. Al anochecer la plaza estaba casi vacía, los comercios cerrados. Al costado me esperaba el chico. La cuchara de alpaca la tengo en el tarro de aluminio para el mate.
No quiero gastar más plata con la tarjeta de crédito. El viernes y sábado, antes del día de la madre, hay una promoción muy buena, treinta por ciento de descuento, cuatro cuotas con tope de ocho mil pesos. La llevo a mi mamá que quiere aprovechar. Tiene libros que quiere, anotados en un papel chiquito con lápiz. Consigue todos. Doy vuelta por la librería, me hago el distraído. Busco en literatura universal una edición de Un cuarto propio. Hasta la zeta hay libros. Un vendedor está a dos manos. Le pregunto por el libro y lo trae de atrás, del depósito. Llevo ese y Conquista de lo inútil de Herzog. En el prólogo de Un cuarto propio cuentan algunas cosas de la vida de Virginia Woolf. Los juegos en la naturaleza con los hermanos me traen recuerdos. En el Parque Saavedra juntábamos insectos, mariposas, arañas. Los metíamos en frascos. En un rectángulo de tergopol los colgábamos con alfileres. El Colo juntaba arañas vivas. Las sacaba moviendo la telaraña con un palito. Para darles de comer juntaba moscas vivas. La madre no quería entrar a la pieza.
Mi papá me contó de las estampillas. Me explico que servían para mandar cartas. Todos los países tenían. Herede un álbum de un coleccionista, un amigo o un pariente lejano había muerto y a la familia no le interesaba quedárselo.
El álbum estaba dividido por países en orden alfabético. Empezaba por Argentina. La colección estaba avanzada. Las estampillas de Argentina ocupaban muchas páginas. De Evita y Perón había un montón. Eran sencillas, chiquitas, el mismo tamaño, la misma imagen, Perón de perfil, Evita de costado y de frente con rodete, variaba el color y el valor. Había muchas de Inglaterra, de Australia, de China. Las de los países asiáticos eran grandes, de muchos colores con animales y paisajes. Las africanas eran divertidas.

Había de líderes políticos, de eventos deportivos, aniversarios de inventos, homenajes a artistas, autos, de aviones, de trenes, instrumentos musicales, de pinturas, de aves, perros, caballos, barcos, historia, películas, canciones, de árboles, flores, armas, de campañas de salud, de libros.
Había tres maneras de conseguirlas. Comprando: en el centro estaba una casa de estampillas. El dueño te iniciaba en la filatelia, te daba un manual básico con explicaciones para pegarlas, cuidarlas. Organizaba charlas, vendía manuales temáticos y de países. Los de países tenían todas las estampillas que había sacado un país y los temáticos, todas las que habían salido sobre, por ejemplo, deportes. Otra forma de conseguirlas era con el intercambio. Se hacían encuentros para cambiar estampillas, iguales a los que se hacen para cambiar figuritas del mundial. Otra eran las cartas, se mandaban muchas para todo. Y cada una tenía una estampilla. Empecé a pedir que me las guardaran. Me llegaban de todos lados. Hay un método para despegarlas. Se sumergía la carta en agua apenas tibia, se movía un poco y se despegaba sola. Con cuidado se ponía en un paño para que se sequen. Había que agarrarlas con suavidad, porque mojadas se podían romper.
En el negocio vendían clasificadores para llevar al intercambio. Vendían, también, pegamentos, pinzas, lupas. Con la lupa prendíamos fuego las hojas secas. La poníamos en el medio, entre el sol y la hoja. Al ratito venía el fuego. A veces quemábamos hormigas.
Hago las tareas de la casa cuando estoy solo. Baldear, colgar la ropa, cortar el pasto, limpiar ventanas y postigos, ventilar. Mientras limpio escucho charlas por YouTube. Las pongo a volumen fuerte, para seguir escuchando si voy afuera. La otra tarde escuché una de la Feria de editores. Ahora las graban y las ponen online. Se llamaba acumuladores, con los escritores Osvaldo Baigorria y Martín Kohan. De entrada, ambos polemizaron con la palabra acumuladores, no les gustaba. Para Baigorria, acumulador refería a algo relacionado con los motores o la electricidad. Para Kohan acumulador se relacionaba con alguien que tenía problemas. Baigorria no propuso otra forma de describir, Kohan dijo que prefería la palabra atesorar.
Los dos contaron, a través de su vida, la relación con sus bibliotecas. Baigorria viajó mucho, vivió en otros países, tuvo que desapegarse, muchas veces su biblioteca era lo que podía llevar en la mochila. En la actualidad está más establecido, vive en Tigre, en una casa, que a veces alquila. Con sorpresa, cuando busca un libro, descubre que los inquilinos temporarios se lo robaron. Kohan también tuvo mudanzas, las que implican una separación y el tiempo que lleva acomodarse. Parece que sufrió más la separación con los libros que con su mujer. Cuenta una situación llamativa: los empleados de las empresas mudadoras, levantan sin mayores problemas, heladeras, sillones enormes, pero se ponen locos con las cajas de libros. Incluso, algunos, en el momento de la contratación, preguntan si hay libros.
En un momento la charla se fue para el lado de los subrayadores, los que marcan los libros, los que hacen anotaciones. Martín cuenta que cuando pierde o le roban un libro, sufre por el libro, y también por sus subrayados. Una amiga le presto el Manifiesto Comunista. Estaba subrayado en su totalidad. Para su amiga, todo el libro entero era importante. Hace años leí una noticia en el diario: en una biblioteca de Londres, descubrieron anotaciones que hizo Carlos Marx. Era la época que estaba escribiendo El Capital. En la carrera de Historia había un libro muy importante, Historia contemporánea de América latina, de Halperín Donghi, el profesor argentino, que daba clases en Berkeley y decía que los estadounidenses eran bárbaros. El libro era complejo, oraciones larguísimas con paréntesis que adentro tenía otros paréntesis. Halperín se excusaba diciendo que la realidad histórica era compleja. El libro era caro, se los presté a una compañera. Me lo devolvió subrayado con lápiz. No pude soportarlo. Lo vendí o lo regale y me compre uno nuevo.
En la vieja Estación, a la que llego mi papá en 1953 con mi abuela y mis tíos, se hace una feria de coleccionistas. Radios, juguetes en miniatura, tarjetas de subtes, cucharas, lapiceras, planchas, revistas, discos, posa vasos, postales, muñequitos Jack, patentes de autos, afiches de películas, almanaques, teteras, monedas, cinturones, bolsas para regalos, propagandas de negocios, mates, cuchillos, máquinas de escribir, entradas de recitales, autógrafos, manteles, prendedores, hebillas, peines, pipas, dragón ball, guías de museos, programas de cine, encendedores, fósforos, relojes, sobrecitos de azúcar, paraguas, soldados, camisetas de futbol, enciclopedias, diccionarios, espejos para la cartera. En cada puesto el dueño de la colección, a cada pregunta, una paciente explicación. Como guarda, como la cuida, en que las trae, cuanto hace que colecciona. Es la única feria en la que no se vende nada.

https://medium.com/@alesanchezmorenolh/estampillas-625195bfd015
*Colaboración para En Provincia.
Fotografía: Archivo web.