
Por Alejandro Sánchez Moreno* –
El guiso de lentejas está rico, salió como le gusta a él, intenso. Lentejas, en remojo unas horas antes, panceta, cebolla, morrón rojo, ajo, laurel, papa, sal, pimienta, ají molido y perejil para el final. Con pan fue probando el sabor. Comió dos platos llenos. Queso rallado y vino tinto. A las seis de la mañana, la sed y el estómago revuelto, lo despertaron. De un tirón, tomo un vaso de agua. Se sirvió más y fue tomando de a poco. Sentía como el agua bajaba hasta la panza. El alivio tardó un poco en llegar. Se sentó en la cocina y prendió el televisor. Un canal que quedo de la noche, pasaba música. Tardo un rato en levantarse para cambiar. Con la perilla redonda, de arriba, a la derecha, busco un noticiero. Están repitiendo los goles de Boca. Corta Mouzo, se la da al Chino Benítez que toca para Suñe. Suñe hace un pase en profundidad para la diagonal de Mastrangelo. Engancha para adentro y deja pagando al defensor colombiano. Tira por arriba del arquero y gol. Cuatro a cero a Deportivo Cali. Boca campeón de la Libertadores. Corta la noticia y ponen una placa: urgente, en un enfrentamiento con subversivos, en la ciudad de La Plata, las fuerzas de seguridad abatieron a Norberto Marazzato.
Río mezclado con mar. Así es San Clemente. Por la ruta 11, tres horas y media para llegar. Mi mamá nos lleva en auto. Salimos a la tarde, después del colegio. Una foto que saco mi abuela: el baúl abierto con valijas, heladerita roja, carpa y bolsas de dormir, el perro blanco y negro, Facundo, asoma por la ventanilla. Me parece que es de ese día. En el asiento de atrás, nos aburrimos con mi hermano. La radio dice cosas que no me acuerdo. Enseguida se hace de noche. Las luces de otros autos entran en el nuestro. Mi mamá no saca los ojos de adelante. Con las dos manos agarra el volante, casi no se mueve. Una calle de tierra, vamos más lento, los vidrios levantados nos protegen del polvo, que es mucho. Árboles a los dos costados. Oscuridad. Al fondo, lejos, una luz chiquita. Pasa un rato, la luz es más grande. Una entrada de madera en forma de arco. Mi papá parado con una linterna. Tiene barba y está despeinado. Arriba un cartel hecho con cañas: El vivero.
A mi papá le gustaban los árboles. Es lo más lindo que tiene la casa de Punta Lara. Un ceibo, robles, dos palmeras que llegan al cielo, laureles, un sauce llorón. Y un pino que está gigante. Lo plantamos juntos. Me lo dieron en el centro de La Plata. Era tan chiquito, que lo agarraba con una mano. El cementerio Parque de la gloria hacía propaganda, con un folleto y un arbolito. Una vez, cuando salí de un estudio médico, que salió bien, me había golpeado la cabeza jugando al futbol y me desvanecí con convulsiones, compre en Ferrari, el vivero de Los Hornos, un limonero real. Así le dicen al que da limones todo el año. Tenía ganas de tener uno, había leído El limonero real de Saer, y me gustaba el nombre. El limonero nunca creció. A la noche, en las ramas más altas del pino, dos lechuzas blancas, enormes, se sientan.
El vivero daba a la playa. En el medio una casa blanca. Un invernadero de doscientos metros con plantines, almácigos, regaderas, bolsas de tierra y semillas, herramientas. Hendijas con cierre para que entre el sol. Un tablero con luces, rastrillos, asaderas, zapas y una desmalezadora que andaba a gas oíl. Un caballo marrón andaba suelto. Tomaba agua en un bebedero que se parecía a los que usan los caballos en los westerns. Una parte grande del terreno estaba salvaje. Primero abrió un camino para pasar, del inicio hasta el final, le puso piedras para ganarle la pelea al pasto. En la parte de las acacias hizo claros, en cada claro puso un cartel con un número: parcela uno, parcela dos. En un costado mando a construir vestuarios y duchas. Con la madera de los árboles que cortaron, hicieron bancos. Algunos los pusieron en los baños, otros por el parque. Una caldera a leña calentaba el agua, tardaba un poco en calentarse, pero una vez caliente, duraba mucho. Los chicos, jugando, tiraban leña al fuego. En la bajada a la playa armo una escalera con troncos y una baranda. Los arbustos que estaban a la salida de la playa, los dejo, daban sombra y fresco los días de calor. Adelante armaron una oficina de administración. Tarifas del camping, promociones por estadía larga, fotos de aves de la zona. Un afiche con instrucciones: como prender y apagar fuego para evitar accidentes, horarios de ruido, mapa con las instalaciones, banderas del estado del mar y una poesía de Antonio Machado. Al olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido, con las lluvias de abril y el sol de mayo, algunas hojas nuevas le han salido.
La Plata es la ciudad de los tilos. La Plata es la ciudad de los árboles. En la casa de mi mamá hay un Ginkgo biloba. De esos hay pocos, algunos están en la entrada al museo. Jacarandas hay muchos, de muchos colores, blancos, rosas. Los tilos largan unas flores, se puede hacer te. Tomate un té de tilo, decía mi abuela, cuando alguien estaba nervioso. En una plazoleta que se llama Aníbal Troilo, ochenta años atrás, alumnos de sexto grado, plantaron un palo borracho. En algunas cuadras, los árboles son tantos y están tan altos, que las ramas, arriba, se juntan, formando una bóveda, fresca y oscura. La Plata es la ciudad de los árboles. ¿O era?

Andrea espera en la esquina. La gente va llegando. Van a dar la vuelta a la manzana. Ella estuvo antes. Miro los árboles, los contó, hablo con los vecinos, se puso contenta, se puso triste. En una hoja, en blanco y negro, copio el mapa. Empieza la recorrida. ¿Qué árbol es? A veces alguien sabe, otras no. El árbol es autóctono. Este lo hizo traer Sarmiento, vino de Europa. En Tolosa está el barrio de los ferroviarios, las primeras casas de La Plata. Guillermo, al fondo, tiene un árbol fundacional. En Plaza Moreno, al lado de los juegos, también hay uno. Este está bien cuidado, este está lastimado. La pintura le hace mal, los carteles con clavos también. Árboles felices, árboles tristes.
La plaza Güemes está rodeada de acacias bolas. Es un árbol no muy alto con la copa en forma de bola. En una época estaban de moda. Mi tío Carlitos, vivía enfrente. La casa no está más, la tiraron abajo, hicieron un edificio. En la esquina quedo el kiosco, está cerrado y no vende más revistas. En el verano, aburridos, comprábamos alguna y la leíamos en la vereda. Carlitos sale a trabajar. La cochera está a una cuadra. Es una estación de servicios que no se usa más. Cruza la plaza. En una acacia hay una escalera. Un hombre con campera naranja fuma y tira la colilla al pasto. Un árbol está tirado en el suelo. Al lado serruchos, bolsas de consorcio, motosierra. Carlitos vuelve a la casa, corriendo. Llama a la municipalidad. A veces cuento: mi tío salvo las acacias de la Plaza Güemes.
Los romanos están con la sangre en el ojo. No saben qué hacer para acabar con la única aldea gala que resiste al invasor. Encargan a un arquitecto, que construya un hotel de lujo para romanos, cerca de la aldea. Esclavos empiezan a talar árboles para hacer un claro. Trabajan de noche, para no ser descubiertos. Ideafix, el perro de Obélix, ve los árboles arrancados y llora. Con unas semillas mágicas del druida Panorámix, los árboles crecen al instante. Los esclavos visitan la aldea para explicar el problema. Como el trabajo no avanza, hay más latigazos. En solidaridad, los galos dejan de tirar las semillas mágicas. El hotel avanza, le ponen nombre, la residencia de los dioses. Terminado, algunos galos son invitados a vivir ahí. Romanos elegantes recorren la aldea, van de compras, aumentan los precios, empiezan las peleas. Parece que los romanos van a tener éxito. Un romano, en un malentendido, agrede a un galo. Los galos se ofenden y arrasan con la residencia. Los árboles cubren el claro.
Invierno, tardecita. El sol ya entró al mar. El mate va y viene. Última luz del día. Lejos se ve un puntito. Pasa un rato, el puntito se agranda. Es un hombre flaco, alto, pelado. Norberto viene con un bolso chico que lleva en el hombro. La mañana anterior, vio la noticia de su muerte en un noticiero. En el diario el Día, Norberto puso un aviso. Me lo contó en el café. No me quiso decir que decía. Míralo. A Norberto no lo vi más. El aviso: gracias Tacho, por los picados, las charlas, los asados, por las tardes, que fueron años, en el Vivero.
Hace mucho frío, igual entran al agua. Se sacan la ropa, son dos personas llevando el trasmallo. Cada uno lleva un extremo. Entran juntos, uno al lado de otro. Se van separando. El viento y las olas hacen que el avance sea lento. El agua llega al pecho. Clavan el trasmallo, hacen fuerza para que la corriente no se lo lleve. Salen, los esperan con toallas. Se calientan con fuego. Esperan dos horas, vuelven a entrar, de vuelta se sacan la ropa. Traen el trasmallo. Pocos peces, pero grandes, están atrapados en la red. Los ponen en baldes con agua. De vuelta llevan el trasmallo al mar. Siguen así hasta la noche. En la orilla hay unos cazones, tiburones chicos. Parece que están muertos. No vayas a poner los dedos en la boca, grita mi papá. Pongo las llaves, abre los ojos y da una mordida. Me voy corriendo, escucho risas.
Una foto: Tacho, camisa leñadora, pantalón vaquero, botas de goma, pelo bastante largo, barba como la de Charly García. Nos agarra de los hombros, a mi hermano y a mí. Pantalones cortos, pelo largo lacio, yo, rulos rubios, mi hermano. Al lado, un caballo con montura. Atrás El vivero.
https://medium.com/@alesanchezmorenolh/el-vivero-3f1ec629d44b
*Colaboración para En Provincia.
Fotografía: Archivo web.