El goleador

Por Guillermo Cavia* –

Ese viernes del 21 de septiembre la primavera manifestó una mañana clara con algo de viento, pero plena de sol. Se escuchaban las palomas y hasta el sonido agudo de unos teros. La mamá despertó a Orlando como lo hacía siempre. Le abrió la ventana para que el sol brillante lo hiciera salir de la cama, para luego vestirse y desayunar. El chico íntimamente había pensado en ese día los últimos dos años. Que llegó como ocurre con todas las cosas en la vida. No lo esperaba con ansiedad, sino más bien con preocupación, porque desde el quinto grado sus compañeros tenían el problema de la formación del equipo de fútbol. Sabían que si no mediaba un milagro, Orlando debía ser parte del mismo, lo que no era aliciente para todos y mucho menos para él.

  El mate cocido con leche le calentó el pecho mientras su mamá sin decir una palabra se lo transmitió todo. Estaba tan preocupada como lo leía en su cara. Orlando salió a la vereda rumbo a su Escuela 11. Era el día del gran partido y hacia allá se dirigía. En el camino encontró otros alumnos, cuyos temas de conversación o comentario no eran otros que el cotejo de las 10 de la mañana. No importaba que el aromo de la plaza dispusiera de los amarillos fragantes, que los álamos plateados mostraran los primeros brotes de plata o, que la ausencia de portafolios, se compensara con sándwiches y gaseosa para el picnic del mediodía. Todo era ajeno porque en ese primer día de la primavera, como todos los años, se enfrentaban la Escuela Nº 11 con la Escuela Nº 31, que estaba al otro lado de las vías. El desafío coincidía con la llegada de una nueva estación, donde los sextos años de una y otra escuela, se disputaban el día y la gloria en un cotejo futbolístico, que era esperado por todos, año tras año, y que no tenía precedentes en la zona.

  Al llegar al frente de la escuela era notoriamente destacada la algarabía de los compañeros de Orlando. Estaban preparados para enfilarse desde allí a la cancha del Estadio Club Atlético Hinojo. Parecían gladiadores alistados, deseosos de salir a la arena, a la vez que el hecho le mostraba su propio desamparo. Enseguida el pibe Schvab, que pasó al lado suyo le dijo: “Tranquilo Orlando, vos siempre mirá la pelota y agarrala como sea”. Esas palabras cayeron como un bálsamo que le duró hasta el momento que la directora, se puso a la cabeza de la procesión de guardapolvos blancos dirigiéndose hacia la cancha. Al transitar, los pinos inmensos de la plaza lo miraron, ¡como si supieran que para el fútbol siempre había sido de madera! No le gustaba jugar a la pelota y al hacerlo no tenía la habilidad necesaria cuando el balón estaba en sus pies. Así que nunca jugaba por lo que, bajo esa falta de dedicación, no podía aprender.

  Llegaron a la Avenida 14, allí giraron a la derecha para avanzar directamente hacia el estadio. Todos los grados de la escuela ocupaban casi una cuadra en la marcha que seguía a la directora. Allí se encontraron con la otra escuela que practicaba el mismo recorrido. Los de la Escuela 11 caminaban pegados a la vereda de la derecha y la 31 a la de la izquierda. Entre esos alumnos, Eyarch, vociferó unas palabras que cruzaron el asfalto nuevo de esa calle ancha de dos manos. Fue como una flecha envenenada que atormentaron a Orlando el resto del camino. Dijo: “Con el arquero que tienen los vamos a pasar por arriba. ¡Once! ¡Once pepinos se van a comer! ¡Once!” Eyarch hablaba de Orlando, porque él era el arquero. Lo habían puesto en ese lugar, convencidos que podría parar las pelotas y, a la vez Orlando, rogaba para que la defensa hiciera su parte lo mejor posible, así no tener la responsabilidad de recibir esos supuestos once goles.

  Luego de caminar un rato estaban en la ruta de acceso a Hinojo. Frente a la entrada del estadio. Orlando pensaba en la mala suerte que tenía con ese número once, porque justamente en el grado los varones eran once. Se acordaba que cuando iba a cuarto, el hijo del Gerente del Banco llegó a la escuela y compartió con ellos todo ese año, así que los varones pasaron a ser 12. ¡Uno sobraba para jugar el partido! Pero al otro año, cuando iniciaron quinto grado, el Gerente ya no estaba en el pueblo, por lo que el hijo tampoco asistió más a la escuela. Desde ese mismo momento comenzó a preocuparse por el 21 de septiembre del año próximo, cuando estuviera en sexto, el último grado de la escuela primaria. El 21 iba a ser el día del partido, que sí o sí debía jugar. Que ahora ineludiblemente había llegado.

  El portón de entrada al estadio estaba abierto. Se veía el campo verde con algunas vacas que se perdían en los límites del horizonte infinito. Allí estaban los alambrados perimetrales que marcaba el espacio del estadio y la cancha. Primero entró la Escuela 31 y después lo hizo la Escuela 11. Eran las 09:30 de la mañana. Los que jugaban fueron directamente a los vestuarios donde se pusieron las camisetas blancas con pantalones verdes. Orlando y sus compañeros estaban en el área para visitantes mientras que la Escuela 31 ocupó, por entrar primero, el designado para los locales, así que usaron camisetas verdes con pantalones blancos.

  Sus compañeros sentían la emoción de salir a la cancha, algunos calzaban botines y otros, como él, zapatillas con suela de goma. Barrera se mojó el pelo y varios lo siguieron. No le decían nada mientras armaban en el aire posibles jugadas. Mascota, que era el que poseía mayor experiencia, dijo que jugaran al toque corto y nada de gambetas, que buscaran los claros y que la 31 no era rival. Después antes de salir a la cancha Mascota lo miró a Orlando y le dijo: “Vos ataja todo, aunque tengas que dejar los dientes”. Los dientes estaban todos en su sitio, pensó Orlando, a la vez que se imaginaba la pelota en medio de la cara. En eso entró Fernández que era el Juez del encuentro. Les mostró la tarjeta roja hecha con papel glasé, para decirles: “El primero que se olvide que este partido es un amistoso, que en el pueblo nos conocemos todos y que vinimos para divertirnos se va de la cancha y también del picnic”. Pensó Orlando que Fernández cuando te echaba, ¡te echaba hasta del picnic!

  Faltaban tres minutos para las diez de la mañana que ya estaba impregnada en esencias de aceite verde, cuando escucharon que el equipo de la Escuela 31 bajaba la escalera. Atrás los siguieron ellos. Era la primera vez que Orlando entraba a una cancha a través del túnel. Primero bajaron una escalera que estaba en el vestuario, desde allí se recorrían unos diez metros y luego otra escalera los encaramaba para dejarlos a un costado del campo de juego. Cuando Orlando salió, el corazón le latía con tal fuerza que sentía pesado el cuerpo y las piernas. Se emocionó tanto, que el nudo en la garganta no lo dejaba respirar. Sentía que el hecho de haber pisado el césped le estuviera dando la posibilidad de ser, en ese momento, el mejor arquero del mundo. Así bajo ese instante de alucinación, sentía el griterío de las dos escuelas y la gente, que venía a ver el encuentro que duraría casi hasta el mediodía. Estaba en la cancha y no había retorno. Se jugaba el partido. Podía ver a los compañeros moverse entrando en calor, mientras él preguntaba: ¿Para qué lado jugamos? “Ese es nuestro arco – le gritó Carlitos Wagner – y vamos que todo va a andar bien”. Corrió hasta el arco y cuando se paró bajo esos tres palos el hechizo que lo había mantenido se destrozó y, en los relojes de la magia, se hicieron las doce de la noche, así sintió que ya no estaba, que había desaparecido. Volvió a mirar a sus compañeros que corrían seguros, a un lado y al otro, a la vez que pensaba en todas las posibilidades matemáticas que se abrían para que la pelota entrara sin más remedio al arco que debía defender. Lo recorrió haciendo pasos largos de palo a palo, contó como doce. En esa tarea se hallaba cuando de pronto un pelotazo se clavó en la red y un grito le advirtió: “Hay que estar atento Orlando, no dejes nunca de mirar la pelota. ¡Nunca! Agarrala con lo que sea”.

  Empezó el partido, jugaban el primer tiempo de cuarenta minutos, cinco menos por disposición de los organizadores del encuentro. Movió la Escuela 31 y Orlando sintió que la sangre le hervía, mientras ellos avanzaban con facilidad hacia el área. Díaz, que jugaba de dos, trató de pararlos pero no pudo porque un pase anticipó la jugada que cayó en las piernas de Eyarch, que encima había dicho: “¡Once le vamos a hacer!” Venía derecho al arco, así que Orlando salió al encuentro, pero antes, como un rayo salvador apareció por un costado Oscar Naviliat, que le robó la pelota. Orlando respiró aliviado y empezó a gritar como un loco a la defensa de su equipo, para alertarlos de posibles jugadas y claros que pudiera haber. Luego de ese momento de tensión, siempre las llegadas de los delanteros de la Escuela 31 fueron abortadas por sus compañeros. Intuía que ya habían pasado más de veinte minutos de partido, por lo que calculaba que las posibilidades de un gol no eran tan sencillas, ¡mucho menos para llegar al número once! Estaba más calmado, pero absolutamente atento, aunque no podía dejar de ponerse nervioso en cada ataque perpetrado por ellos.

  Durante ese primer tiempo los de la 31 malograron dos goles que parecían hechos, mientras que el equipo de Orlando no había tenido la fortuna de abrir el marcador. Entre la hinchada la había visto a Rita, que lo saludó con la mano. El guardapolvo de ella lleno de luz y esa mirada que lo atravesaba, pensaba que ningún arquero podría atajar la vigilia de esos ojos. Le respondió con un movimiento rápido de su mano, como escondiendo que no tenía guantes y debería notarse, porque Saso, que atajaba para la otra escuela tenía unos rojos que él podía verle desde su arco.

  Iban cero a cero, no faltaban más de siete minutos para que finalizara el primer tiempo. Otra vez Eyarch, se venía derecho al arco, lo acompañaba otro jugador por la izquierda. De cerca lo corría Wagner que no se animó a tirarlo porque Eyarch ya estaba dentro del área, pero antes que pudiera patear, Díaz alcanzó a cruzarse por lo que Eyarch salió del área y ahí sí Wagner lo empujó dejándolo fuera de juego. Se escuchó el pitazo de Fernández que llegó corriendo al lugar de la jugada. Cobró un tiro indirecto que la Escuela 31 armó rápidamente. Sus compañeros le gritaban a Orlando que si la pelota venía directa al arco no la tocara. “No la toques, no la toques” – le decía Naviliat. Todos a la vez le daban indicaciones. Una barrera se había formado y Orlando se movía en el arco. Sentía las manos pesadas por el golpe que daba su sangre en cada latido del corazón. Le parecía verla a Rita muy cerca esperando segura que él volaría para quedarse con la pelota entre sus guantes inexistentes. Otra vez el pitazo de Fernández y Eyarch que patea con toda su fuerza. La pelota se eleva en el aire como un pájaro libre y no toca a ninguno de sus compañeros, pero viene derecho al arco. Orlando intenta detener el balón, pero lejos de esa posibilidad salta hacia el costado golpeándola con la mano derecha, lo suficiente para verla entrar con una comba suave y segura hasta llegar al fondo de la red. ¡Gol! gritaron los de la Escuela 31 y la mitad del Estadio estalló. Orlando se quedó ciego, no podía ver porque las lágrimas se lo impidieron. Sus compañeros le hablaban e insultaban porque no podían creer lo que había hecho. Pero estaba pasando. “Te dijimos que no toques la pelota. ¡No agarraste una y justo venís a tocar esta!” – le gritaban -. No había más remedio. Estaban perdiendo uno cero y bajo ese marcador se terminó el primer tiempo.

  En el vestuario Orlando lloró en silencio con la cabeza escudilla por la impotencia de no saber jugar y tener que hacerlo. “Al final somos diez contra once – decían – mejor que esté en el campo y en el arco lo ponemos a Wagner”. Luego se hizo un silencio que denotaba su propia acción. Si había un culpable de ese uno a cero, ahí estaba, sentado con ellos en uno de los bancos. Se sacó la camiseta que tenía el número uno y le dieron otra que tenía el ocho. “Jugá adelante y mejor ni toques la pelota” – le dijo Barrera. Mascota Valicenti ni lo miraba de la bronca. Salieron otra vez a la cancha. A Orlando le daba vergüenza que Rita notara que él ya no estaba más en el arco debido al resultado de ese primer gol.

  Fernández dio la orden para el comienzo de la segunda etapa. Empezaron con un ataque hacia el que hasta hace unos minutos había sido su propio arco. En esa jugada solo la mala fortuna hizo que Naviliat marrara un gol, que seguramente habría hecho olvidar lo que había pasado. Orlando corría a la par de la pelota. Era el único jugador delantero que no tenía marca alguna y también al que por suerte para él no le pasaban el balón. Puso toda la voluntad para quitar pelotas y corrió tanto como pudo. Sentía que tenía más participación en la cancha como jugador que como arquero, aunque no había experimentado contacto con la pelota ni una sola vez.

  La idea de un triunfo se desvanecía poco a poco. El partido se terminaba. Seguían perdiendo uno a cero y faltaban escasos cuatro minutos para el final. De pronto como una revancha íntima Naviliat se escapa por el medio, la defensa le sale al encuentro pero no lo pueden parar. Entonces Eyarch que había bajado para ayudar a sus compañeros alcanza a tocarle la pelota y ésta sale despedida hacia la derecha del campo. Ahí la toma Mascota Valicenti que a la vez es marcado por el pibe Merola. Valicenti ofrece resistencia hasta que el balón finalmente sale de la cancha ofreciendo un córner favorable a la Escuela 11. Barrera es el encargado de tirarlo. Quedaban dos minutos de partido. Barrera patea y la pelota sale abriéndose paso en su vuelo magnífico para caer en el área grande, justo allí, en el exacto lugar en donde sin saber para qué, estaba Orlando, solo y sin marca. Parecía que la pelota lo había buscado. No pensó ni un instante, sencillamente elevó su cuerpo, impulsando su pierna derecha para pegarle como venía y la alcanzó de sobre pique. Le ofreció a esa esfera una patada descomunal. Sintió por primera vez el contacto del cuero de ese balón con la piel de su pie y canilla. Porque así le pegó, con toda la fuerza y rabia que tenía. La pelota se incrustó perfecta a la media altura en el arco de Sosa. ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! ¡Gol! Todos gritaron Gol. Menos él que no salía de su asombro. ¡Gol en la boca de todos los que estaban en la otra mitad del Estadio! ¡Gol para la Escuela 11! ¡Gol que había hecho en el final del partido! Gol que hizo bramar sus sentidos hasta correr loco de contento, para finalmente dejarse caer con sus compañeros al pasto de la gloria de la cancha de Hinojo.

  El partido culminó empatado uno a uno, pero parecía que lo había ganado el equipo de Orlando. Sus compañeros lo llevaron en andas hasta la entrada del túnel. Pudo verla a Rita que saltaba feliz y lo saludaba con la mano. Sentía la algarabía de todos. Pero más de él que de nadie. Otra vez lloraba, pero ahora por una inconmensurable alegría. Nunca hubiera imaginado así ese 21 de septiembre, porque esa mañana hizo dos goles en la cancha del querido Atlético Hinojo. Pero de ambos solo uno está en su alma para siempre, un gol asombroso, increíble, maravilloso, tan sentido que todavía lo grita.

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Historia del libro: “Hinojo entre cuentos”.

*guillermocavia@gmail.com

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