
Por R. Claudio Gómez
¿Cuándo se pudre una discusión? Cuando alguno de los enunciadores desvía su argumento hacia la descalificación de su contendiente. Es decir, una discusión se pudre cuando los fundamentos del debate avanzan menos sobre el tema en cuestión que acerca de la capacidad intelectual o moral del oponente.
Esta semana que pasó, la televisión nos permitió ver varios casos en ese sentido. No es que la T.V. no abunde en enfrentamientos vacuos, pero en la última semana esas conductas descalificatorias alcanzaron niveles de espanto.
El protagonista de una de esas tristes escenas fue el músico Dipy o “El Dipy”, para sus seguidores. Un muchacho de 31 años, que porta una gorrita de cotillón, al modo en que los rockers usaban el cabello largo y ropas estrafalarias como identificación.
Dipy y la gorra son una sola cosa. La gorra es símbolo y representación de un estilo musical: la música villera, composición rítmica que redunda en escatologías, se abstiene de la armonía puntillosa y de la gramática, pero es bien popular. Tan popular y rechazada como lo fue el Tango en su nacimiento, acusados ambos de fomentar esas malas costumbres que detesta la burguesía vernácula.
El Dipy pasó por programas televisivos por los que políticos y funcionarios pagan abultadas recompensas para concurrir. Él se sentó en la mesa de los famosos, asistió a entrevistas mano a mano y se paró en el centro del escenario entre panelistas salvajes, dispuestos a clavarle el diente, como leones a un cervatillo. Y, curiosamente, salvó el pellejo. En ese contexto y con un argumento tan común como mojar el pan en el tuco, El Dipy ocupó a defensores y enemigos políticos en las redes sociales en la misma línea de atención que también lograron Eduardo Duhalde -con pronóstico de golpe- y el inefable Leonel Messi -quien planea cortar un contrato millonario para firmar otro contrato millonario-.
El Dipy no necesitó de mucho para invadir un territorio que sabe muy bien esquivar a los representantes de las zonas marginales de la cultura. Le bastaron algunas declaraciones sensatas para lograr que la suma de las partes sociales obligara a los productores televisivos a citarlo a declarar en piso.
En su Twiter, el Dipy expuso una demanda confianzuda al presidente Fernández: “Alberto, dejate de romper las pelo… ya. Hace cinco meses que no laburo capo. Deja de hacerte el Slash porfa. Después charlamos si sabes o no de música pero ahora ponete a laburar por el país, mostro. Nos venís guitarreando hace tiempo ya. Dejá de boludear hermano. Gracias. Loviu”. Se convirtió en tendencia con eso solo.
Dijo lo mismo que dicen cientos de miles de personas, independientemente de las responsabilidades de cuidado sanitario que sostienen respecto al COVID-19, expresan puertas adentro de sus casas.
Lo cierto es que los capítulos que siguieron a esas declaraciones fueron menos desopilantes que infelices. Es que a la televisión solo le gustan los villeros por su exotismo: por su gorrita y por las escasas S que pronuncian. A diferencia de las brujas, la televisión sabe que los villeros existen, pero no saben si los hay con capacidad de expresar un parecer.
Entonces, algunos periodistas lo tildaron de “desclasado e ignorante” con la pretensión de anular su opinión a través de esos fatídicos adjetivos. Y, más tarde mediante dardos no menos venenosos, denunciaron la letra de sus canciones. Ahí es donde se pudre una discusión.
Se pudre cuando en lugar de hacer eje en la temática que centra el debate, la puja descarrila hacia la idoneidad del rival. No es un mecanismo de aporofobia nuevo en el país. Sarmiento enfrentó a los civilizados y a los bárbaros (indios, gauchos, pobres) con un propósito proscriptivo que ciñó buena parte del destino de la nación y moldeó el desprecio a la opinión de los sectores populares.
Buena parte de los descubrimientos e invenciones que se desarrollan en el mundo de la ciencia y la técnica derivan de las discusiones. Los romanos inventaron el término discurriere, que refería a separar los vegetales, sacudir sus raíces y luego aislar las útiles y descartar los que estuvieran podridos. Que se sepa, no rechazaron a los cosechadores por sus opiniones, solo a los vegetales que estaban malos.