Bertrand Russell: “vivir con pasión”                                     

Por Elvira Yorio –

Corre el año 1916. En el austero ámbito del Trinity College de Cambridge, un nutrido grupo de alumnos escucha atentamente las palabras del hombrecillo cuya voz firme, expresa con pasión su pensamiento. Seguramente dice algo así: …no solo la concentración del poder sostiene la tendencia de causar las guerras, sino igualmente las guerras y el miedo de ellas necesitan la concentración de poder…De pronto, se abre la puerta del aula y el mismísimo rector  del establecimiento interrumpe la clase. Mira fríamente al profesor y le comunica que se ha dispuesto su cesantía. El profesor Bertrand Russell_ que de él se trata_ solo esboza una sonrisa, recoge su ajado portafolios de cuero,  saluda con afecto a sus discípulos y sale del recinto con paso cansino. Echa a caminar sin rumbo, quiere darse un espacio para ordenar el tropel de ideas que bullen en su mente. Retrocede hasta su infancia. Hace un esfuerzo por recordar a  su madre… tampoco la figura del padre aparece demasiado nítida, ambos prematuramente desaparecidos. Su referente, un hermano, poco mayor que él, de quien aprende a amar la matemática. También están sus abuelos paternos que los acogen, brindándoles apoyo material y un tibio afecto, demasiado tibio, para constituir la compensación espiritual que necesitan esos niños solitarios. Evoca la adolescencia, en la  que, en perfecta correspondencia con el significado del término, adoleció. Enarca sus pobladas cejas y sonríe.  Hmm, alguna vez en esa época “odió la vida y estuvo continuamente al borde del suicidio…” Sin embargo, uno de sus profesores más destacados,  Whitehead, lo introdujo en una especie de logia llamada “Los Apóstoles”, una elite o foro de discusión, integrada por jóvenes universitarios de elevado nivel intelectual, en la que por vez primera supo lo que era  mantener un diálogo simétrico y constructivo. Detiene su andar, palpa su bolsillo derecho y saca la pipa. Le agrada ese simple ritual de aplastar el tabaco, encenderlo…como si de alguna manera, eso le ayudara a acomodar sus ideas… Se ve muy joven… frente a Alys Pearsall, una muchacha algo mayor, que le sorprende desde un primer momento, pues percibe en ella un espíritu abierto y libre de prejuicios.  Se enamoran y tan pronto se gradúa, deciden casarse. Pasan algo más de quince años… advierte con consternación, que ya no siente amor por su esposa, y luego de un tiempo de difícil convivencia, se separan. Frunce el ceño,  está llegando a su casa, y sin proponérselo, ha  formulado un balance de los años transcurridos, primero como alumno y después en la cátedra. Siente que no tiene nada de qué arrepentirse. Ha cumplido su propósito de generar en esas mentes jóvenes junto con el pensamiento crítico, una fuerte motivación por el saber. En la convicción de que no debe dejarse intimidar, reafirma su intención de continuar con su prédica antibelicista.

Ese activismo se castigaría, poco después, con unos meses de prisión. Tal circunstancia, lejos de amilanarle, resulta propicia  para elaborar una de sus mejores creaciones: la escritura manuscrita de una obra  capital sobre lógica matemática. Pero, como afirmara Terencio, nada de lo humano le fue ajeno, y ello se tradujo en la producción de valiosos ensayos sobre filosofía,  educación y otros temas, que expuso con originalidad y valentía, en un estilo  libre y despojado.  

Proveniente de la más rancia aristocracia inglesa, pronto renegaría de los cánones rígidos que pretendieron imponerle. Creció bajo una estricta tutela religiosa, de cuyos dogmas se alejó paulatinamente, tan pronto se adentró en el conocimiento filosófico. Sin duda, la lectura de Hegel le permitió acceder a un criterio universalista en el que  había un Dios único, sin apoyo en creencias. No fue hombre de tener relaciones circunstanciales y efímeras, por eso, Dora Black, con quien compartía su concepción sobre la educación, se convirtió en su segunda esposa. Ambos sostuvieron con pasión un credo muy especial: no inculcar en los educandos un cúmulo de conocimientos enciclopédicos, sino estimular en ellos el ánimo por saber, con base en la creatividad. Al propio tiempo, desechaban el autoritarismo y la disciplina a ultranza. Como corolario de esa coincidencia de pensamiento, fundaron una escuela especial, organizada en lo que daría en denominarse “pedagogía progresiva”: la Escuela Beacon Hill, en Londres. Esta relación conyugal, nacida bajo tan buenos auspicios, tampoco estaría destinada a perdurar. Sería Patricia Spence, la tercera Sra. Russell. ¡Pobre Russell! Sus ideas, consideradas inmorales por algunos de sus contemporáneos, fueron censuradas, y se le apartó de la cátedra de Matemática, que iba a dictar en Nueva York. Afortunadamente, la censura no obró jamás en él como impedimento, sino, como acicate para continuar defendiendo lo que creía justo.

¿Habrá sido Russell un romántico incurable? Es posible. Eso explicaría  que a los ochenta años haya contraído matrimonio por cuarta vez. Edith Finch lo conquistó y permanecieron unidos casi veinte años, hasta su muerte. No en vano en su Autobiografía reconoce tres pasiones calificadas como simples, pero abrumadoramente intensas, que confirieron sentido a su vida: “ el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad”.                

Paradójicamente, pese a su origen en la nobleza, abrazó la causa socialista y se transformó en crítico de la monarquía. En realidad, se manifestó contrario a todo régimen que implicara una concentración de poder. Desde esa perspectiva, es admirable su concepción de la libertad. Criticó acerbamente al Comunismo Soviético, tanto como al fascismo que pretendiera implantar Hitler. Tuvo una seria disidencia con el gobierno de  Estados Unidos atento la intervención de este país en el conflicto de Vietnam. Participó activamente de manifestaciones de “desobediencia civil” en contra del armamento nuclear, lo que le acarreó, a edad ya provecta, un segundo encarcelamiento,  que asumió con entera serenidad. Suscribió junto con Einstein un manifiesto que constituyó un enérgico llamado en contra del armamento nuclear, propiciando la paz. Creó el Tribunal Russell para la Paz y también el Tribunal internacional de Crímenes de Guerra.     

Más allá de sus significativos aportes a la matemática, la filosofía, la epistemología, el lenguaje…su pensamiento elaboró una teoría muy valiosa, que condensó en ese pequeño libro que tituló “La conquista de la felicidad.” Sabemos que la felicidad… no es una concesión divina, o un golpe de suerte. Es una construcción racional en cada momento de la vida. Es un constructo elaborado desde lo subjetivo y desde lo social, pero su concepción, es eminentemente personal. Desde el título se  anticipa que la felicidad debe conquistarse, a saber: implica una lucha. Enumera las causas que impiden ser feliz y luego las que posibilitan este estado de gracia. Deben leerse y meditarse ya que emanan del sentido común. No tiene desperdicio por ejemplo, su reflexión sobre la competitividad, y la importancia que se suele  asignar al éxito como la mayor fuente de felicidad. O sus apuntes sobre la envidia, a la que califica como “la más desafortunada de todas  las peculiaridades de la naturaleza humana…en vez de gozar de lo que se tiene, se sufre por lo que tienen los demás.” O cuando se refiere al pecado, ese invento de las religiones para someter a sus adeptos mediante el miedo al castigo eterno. Se manifestó contrario a un moralismo inflexible con base en la abnegación, la exaltación de la culpa y el sacrificio, y concibió la vida como una aventura a construir desde la libertad.

Para finalizar una frase de Goethe, que parece escrita para Russell. “Solo merece la libertad y la vida, quien día a día sabe conquistarlas.“