Amarcord

Por Alejandro Sánchez Moreno* –

Termine de leer una novela, Antes que desaparezca, de Sylvia Iparraguirre. Lucia está dando un curso de literatura rusa. En un momento, advierte que atrás, está sentada Clara, una amiga del pensionado. El libro empieza diciendo que el pasado entra al curso de literatura. Termina la clase y se van a charlar a un café. Se quedan cinco horas: ¿viste como somos las mujeres?, dice la escritora en un reportaje que escucho en la televisión. A partir de ese encuentro, se ven los cinco jueves siguientes, el tiempo que dura el curso. Clara tiene una foto del pensionado, con las amigas de la habitación y las monjas. Recorren la vida de cada una y la propia de ellas. Lucia nació en Junín, con dieciocho años llega a Buenos Aires a estudiar Letras, la facultad más politizada del país. El centro de estudiantes clandestino convoca una toma por el aniversario de la muerte del Che. La represión para desalojar el edificio es brutal. Lucia y una compañera de curso, Beatriz, se escapan por una calle lateral. En la esquina espera un camión donde los estudiantes son detenidos. Una mano fantasma las agarra del hombro y las meten en una casa. La luz está apagada, cuando se acostumbra la vista, ven una veintena de alumnos. La familia los salva. Cuando se calma la situación, Lucia se va en micro al pensionado, Beatriz toma un taxi. No se ven nunca más. Lucia vive en dos mundos: la pensión y la Facultad. Una vez escribe, “el viento en el pelo en el Río de La Plata, los pies en la plaza del pueblo: el corazón dividido” Mientras leía, pensaba en el título. La idea que me hice era falsa. Creía que Antes que desaparezca se refería a escribir los recuerdos, para que no se pierdan. En el mismo reportaje la escritora cuenta otra cosa. Katherine Mansfield decía que cuando llega una idea para escribir hay que hacerlo Antes que desaparezca.

No sé en qué año nació mi abuelo. Pero, por algunas cosas que repetía, podría sacar la cuenta. Fue a ver King Kong al cine, si no me equivoco se estrenó en 1933. Escucho a un canillita gritando: ¡cayó el peludo!, ¡cayó el peludo! No le faltaba ningún disco de Darienzo. En la película La república perdida, es uno de los policías de la guardia, que no lo deja entrar a Framini, que había ganado las elecciones de 1962 y que él había votado. Contaba del Beto Infante, un crack de Estudiantes, de la casa Tesler, del tranvía y de los bailes con orquesta típica, de los conservadores.

Eran seis hermanos, tres varones y dos mujeres. Venus, Horacio, Luis y Jinés; Luna y María. Parece que a la madre le gustaban los planetas. Venus tiene una placa en la cancha de Estudiantes, pero, ahora que lo pienso, no sé si con el Estadio nuevo la habrán dejado. Tenía un récord de asistencia a la cancha. Jinés era el hermano mayor. Una vez paso en auto y lo vio a mi abuelo fumando. Volvió y le saco el cigarrillo de la boca de un cachetazo. Jinés tenía un museo gaucho en la casa: monturas, fustas, espuelas, lazos, cinturones, fotos. Al lado, dejo un terreno para el caballo con el que desfilaba: Diamante. Era fanático de Atahualpa Yupanqui, ponía una canción que hablaba de los horneros. Le gustaba una parte que el hornero chapoteaba en un charquito que quedo de la lluvia. La letra decía que zapateaba el hornerito.

La madre llevaba adelante un pensionado para inmigrantes, era gallega. Mi abuela lo acompañaba a las fiestas. Los gallegos bailaban flamenco toda la noche. Después de unas horas, mi abuela se cansaba: repelentes, decía, repelentes con el ole y las castañuelas y los gritos. En la pensión daban de comer, mi abuelo el más chico, ayudaba en la cocina. Ahí aprendió a cocinar: a los zapallitos rellenos les ponía manzana verde. La otra vez los hice, pero, nada que ver. En la casa del barrio obrero Eva Perón, un chalet con un terreno de quince por cuarenta tenía una quinta: tomates, choclos, zapallo, aromáticas, ajíes. Había también, ciruelos, una higuera, naranjas, quinotos y duraznos. En el de quinotos, cuando ya estaba grande y no podía fumar, escondía los cigarrillos. Había un hueco entre dos ramas. Se paraba al lado y se veía el humo. ¿Qué era ese humo?, preguntaba mi abuela. ¿Humo?, qué humo, contestaba mi abuelo.

La quinta llevaba mucho trabajo. Había que cuidarla todos los días. Preparaban una parte del terreno, removían la tierra y tiraban los restos de comida para que se haga un buen abono. Después cultivaba, cada verdura tenía su estación. Luego venía la cosecha y volver a preparar la tierra. Para las aromáticas primero hacía un almácigo: usaba los cajoncitos del dulce de membrillo. Cuando tomaban fuerza los trasplantaba. Los almácigos estaban contra una pared del vecino. Cuando llego uno nuevo, hizo un quincho con el techo que pasaba para el patio de mi abuelo. Con la lluvia se hacía una catarata que arruino todo. Mi abuela se lo cruzo en la calle y le dijo. El vecino nuevo le contesto mal. Mi abuela no habló más del tema. Junto mierda de perro varios días y se la tiro en una bolsa.

Una verdura que había mucho era acelga. Los domingos hacían chuchelis, un invento de ellos. Cortaban mucha acelga, porque como la espinaca se reduce. Sacaban las pencas, las lavaban bien y la picaban chiquito con mucho perejil. Mezclaban con harina y huevos, agregaban sal y nuez moscada. Amasaban un rato largo: quedaban bien verdes. Dejaban descansar en el patio en una cacerola vieja. Estiraban en la mesada y dividían con la cuchilla. El estofado lo hacía mi abuela. Empezaba a la mañana y estaba listo al mediodía. Los chuchelis eran una especie de malfattis made in Los Hornos.

Mi abuelo, como mi papá, comía de todo. Las hojas del apio las usaba para ensalada, con las de la remolacha hacía croquetas. Tenía miedo que la comida no alcanzara, cocinaba de más. Era chico, andaba bastante en la calle. En el centro, por la cuadra donde estaba el cine Select, había una casa de comidas. Robó un pollo, eran los que se hacen al spiedo. Es el único pollo, que cuando lo veo, me dan ganas de comer. El dueño del local lo pesco y salió a correrlo. No fue necesario: estaba sentado en el cordón comiendo.

Horacio le tenía bronca a un superior. Para tener sueldo fijo, entro a la policía. No pedían ningún requisito. En una nocturna del trabajo, aprendió a leer y a escribir. Era policía de ronda, le tocaba un barrio y lo caminaba. Lo llamaban para cualquier cosa: una discusión de vecinos, un auto abandonado, una jubilada que no podía abrir la puerta, un gato en un árbol. Hace poco leí historieta, Evaristo. Es sobre un policía de la década del cincuenta. En su juventud había sido boxeador, entro a la fuerza por el treinta y pico hasta llegar a comisario. Era morocho, ancho y macizo. No usaba uniforme, él y sus ayudantes andaban de trajes como los detectives de las películas de Hollywood. Era inteligente, resolvía los casos, y para eso recurría a todo: no le hacía asco a ningún ambiente, en los cabarets, bares y barrios bajos reclutaba los soplones. Se hizo popular, la gente lo quería. Una tarde llovía muchísimo, no se veía nada. Los policías de rondas usaban un traje: era como los del Eternauta, no se veían las caras. En una esquina estaba el superior que lo molestaba. Se acercó unos metros y lo puteo de arriba abajo. ¡Identifíqueseee!, gritaba el viejo. ¡Identifíqueseee! Identifíqueseee!

En 1973 Federico Fellini filmó Amarcord. Quiere decir yo recuerdo, en un dialecto de un pueblito de Italia. Fellini cuenta su niñez y adolescencia. Muchas veces le preguntaron si las cosas que contaban eran ciertas. Qué sé yo, contestaba. Yo cuento mis recuerdos.

https://medium.com/@alesanchezmorenolh/amarcord-f5c93944e537

*Colaboración para En Provincia.

Fotografía: Archivo web.