
Por Abogada Liliana Pizarro Martinefsky* –
Me senté en mi sillón favorito a saborear unos mates. Miré por el ventanal y observé que los árboles comenzaban a perder su verdor fulgurante. Se acerca el otoño, pensé. Entre los robles y pinares, que abundan en el País Vasco, ví a lo lejos un tilo. Allí estaba, moviendo sus hojas y supongo que desprendiendo su intenso aroma. Inevitablemente me vino el recuerdo de la ciudad de La Plata. Allí, además de recibir la primavera, se festeja el día del estudiante. Son habituales las reuniones en los parques, en los bares o en los departamentos de los estudiantes. Al menos, así lo recuerdo.
En los años 90, cuando estudiaba derecho en la Universidad Nacional de La Plata, vivía con intensidad la juventud que la vida me regalaba. Mates, pizzas caseras, guitarreadas e incluso alguna sangría para alegrar más el festejo del día del estudiante. Risas, aplausos, repetidas canciones de Mercedes Sosa o León Gieco, entre otros cantantes de la época. Eran días felices.
En esta ciudad, la primavera no llegaba, sino que estallaba literalmente. Con un aire diferente, llena de colores y aromas imposibles de olvidar.
Me gustaba caminar por las diagonales sólo para disfrutar de los jacarandás en flor. El suelo se cubría de pétalos violáceos alfombrando las baldosas y transformándolo en un espectáculo. Sentía una conexión especial con los árboles. A pesar de ser una estudiante “del interior de la provincia” o “de pueblo” como se solía decir, me sentía parte de esa ciudad.
Me sirvo otro mate. Un rayo de sol se ha colado por la ventana y me obliga a cerrar los ojos. Siento el calor en mi cara. De pronto, me viene a la mente el imponente edificio de la facultad de derecho de la Universidad Nacional de La Plata. Anclado en la calle 48, siempre tan rígido y enorme. Una arquitectura de puro cemento y ventanales infinitos que parecieran observar la ciudad desde todos los ángulos. Me parece ver las escaleras externas, tan estrechas y cargadas de historias, repleta de estudiantes que subían y bajaban apresurados, entre charlas políticas, volantes y carteles de Franja Morada que decoraban las paredes. Desde el interior un aire intelectual viajaba por las aulas, una sensación de querer “comerte el mundo” se te pegaba en el alma, y a veces, un pellizco de hastío te atravesaba el ego cuando no pasabas un exámen. Derecho romano, los civiles, los penales y procesales, en fin, todo lo que formaba a un abogado se reunía allí generando un mundo propio. Algunos días, los pasillos parecían más largos, vacíos y silenciosos.
Recuerdo bajar al subsuelo para ir a la biblioteca. Entre estanterías metálicas grises y libros antiguos, solía sentarme a estudiar. El silencio del lugar, apenas roto por el roce de las páginas, contrastaba con el bullicio de la ciudad que quedaba afuera. Todo era vida ilusión, resistencia, anhelos y deseos de progresar.
Cuando salía de clase volvía nuevamente a la calle. Caminaba por la avenida 7 hasta la plaza San Martín. Y en esos días de primavera, me dejaba caer en un banco para observar cómo los pájaros se movían inquietos de rama en rama y cómo las flores nuevas llenaban de vida cada rincón. Con frecuencia, conectaba con mi pueblo natal y con el jardín de mi madre, donde había aprendido a amar las estaciones. Es increíble cómo los olores pueden perdurar en la memoria y cómo aquel tilo tan lejano y ajeno tiene el poder de envolver y endulzar mis recuerdos.
Abrí los ojos, la luz del sol ha cambiado. Se ha vuelto tenue y el mate se ha enfriado. Mi memoria se ha desvanecido pero las sensaciones de aquellos años, aún permanecen. Siento que no son sólo recuerdos del día del estudiante. Siempre serán parte de mi vida.
¡Feliz día de la primavera! ¡Feliz día del estudiante!
Bilbao, 21 de septiembre de 2025.
*Colaboración Especial desde España para En Provincia – alimotxe54@gmail.com
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