La clienta

Por Guillermo Cavia* –

En la calle 8 cerca de las vías que guían el tren hasta las sierras había un negocio. Sobre su alero del frente se sostenía un cartel que señalaba: “Despensa y frutería La Marianita”. La vereda amarilla con guardas azules recibía la edificación, donde el sol de las mañanas desfilaba, cruzando primero un molino que ostentaba ser el más alto de la región, después lo hacía golpeando hojas y ramas, abriéndose camino por altos e inmensos eucaliptos que parecían enormes soldados, cuyas figuras se erigían en el terreno de enfrente. Luego la luz avanzaba a través del asfalto de la calle 8, hasta que finalmente cruzaba el ancho de toda la acera, para entrar por la ventana y la puerta del almacén.

La cortadora de fiambre y una balanza sobre el mostrador de machimbre eran la primera visión del cliente, que sin darse cuenta ya estaba rodeado de estantes completos con latas de masitas, que a través de la circunferencia del vidrio mostraban las masas. Podían verse las Vainillas, las Cremocoas, las Bocas de Dama, las Titas, las Surtidas. Detrás del mostrador había una heladera de cuatro puertas color blanca. Sostenía un cartel de bienvenida y un espejo grande con marco color negro. También había un perro de paño bordó, que cuando el motor estaba en marcha, movía la cabeza. Entre la heladera y los estantes de frutas y verduras se disponía el tambor de aceite de cocina, los ajos y los huevos. Mientras que las botellas, los enlatados, paquetes de fideos y otros comestibles, se disponían en estantes que ocupaban las paredes laterales, a la vez que en menor medida las paredes de atrás y delante del negocio cargaban alpargatas jugos y licores. También entre algunas de las publicidades se destacaba una de vino “El Boyero” y un calco de pastas a la que nunca pudo verse la marca, aunque se sabía que eran “Fideos Volcán”. El piso de mosaicos negros y blancos era mudos testigos del ir, venir, entrar y salir de la gente. Las huellas de Alfredo Argencio (el almacenero) hacia la puerta de atrás, en busca de papas, sifones, kerosene o azúcar suelta en bolsas de medio o kilo, no hacían más que dejar entrever el movimiento y el andar del lugar.

Alfredo Argencio siempre atendió el negocio. Lo hacía con absoluta prolijidad, desde atar con hilo un paquete, hasta el despacho perfecto de las fetas del fiambre. Todo tenía una forma de hacerse y la de él era única. Los precios de cada producto estaban elaborados con sellos de tinta, clavados en los estantes con una chinche que golpeaba con un martillo de juguete. El cuchillo afilado estaba siempre debajo del mostrador, junto al pote inmenso de cartón, que albergaba 5 kilogramos de dulce de leche Luz Azul. Todo dispuesto en cada lugar.

Su esposa María Venera lo ayudaba. Atendía el negocio sin quitarse el delantal que le cuidaba la ropa de las tantas tareas hogareñas. Le daba una mano a su esposo cuando la clientela era mucha, apartándose de su tarea habitual. Ella criaba los hijos, llevaba adelante el trabajo de toda la casa; la cocina, el lavadero, los patios. Además embebía los sitios con su andar, que tenía la magia del polen de rosas, de malvones, azaleas, coronas de novia y de una planta gigante de Santa Rita con flores moradas. Cuando Alfredo Argencio no estaba, ella quedaba sola a cargo del negocio, trabajando toda la mañana, en la tarde y a veces hasta tarde en la noche.

El negocio estaba unido a la casa, de modo que en ocasiones los clientes de confianza cruzaban tras el mostrador para atravesar la cortina colorida de plásticos cortados en tiras, para entrar al depósito y desde allí llegar a la cocina. Todo para saludar a María Venera, hablar de las cosas cotidianas, novedades que el pueblo tenía o para traer un platillo de tortas fritas calientes, o una porción de torta, que siempre se devolvía con otra atención. Así bajo una servilleta podían ir o regresar alfajores de maicena, bizcochuelo, pasteles de dulce de membrillo o budín de manzana.

En algunas tardes que podían hacerlo, Alfredo Argencio y María Venera se sentaban, del otro lado del mostrador, en dos sillas de formica, ambas muy bien labradas, que estaban para el descanso de los clientes. Era un momento de reposo, con un mate que acompañaba. Desde allí, a través de la ventana de cuatro hojas veían el movimiento de la gente del pueblo. Era un descanso. Un estar juntos disfrutando de paz mate y serenidad. En una de esas tardes vieron pasar un auto, que no era conocido en el pueblo, pero que a María Venera le llamó la atención porque creyó reconocer quién lo conducía. Pensó que era Marisa, una maestra de escuela muy admirada y querida por todos. Pero más tarde al pasar el auto por segunda vez frente a ellos, notaron que no era Marisa quien manejaba, sino alguien que se le parecía, pero que no era del pueblo.

El hecho pasó como cualquier otro esa tarde. Siguieron conversando, observando el movimiento, a la espera de los primeros clientes. Así llegó Mary, una vecina que necesitaba comprar papas y otras cosas que requerían que Alfredo Argencio fuera a buscar al galpón, en la parte exterior del negocio. Mientras tanto María Venera y Mary se quedaron charlando como lo habían hecho cotidianamente desde siempre. En ese momento un auto estacionó frente al negocio y una mujer se acercó. María Venera inmediatamente la reconoció, era a quien ella hacía algunos minutos antes había confundido con la distinguida maestra Marisa. La mujer abrió la puerta de “La Marianita” y entró saludándola a las dos. Como la primer clienta ya estaba atendida, se ubicó a un costado del negocio esperando su pedido. María Venera se levantó de la silla, saludo a la clienta que entraba y le preguntó que iba a llevar.

– ¿Tiene pan? –le preguntó la mujer.

– Sí, algo hay. ¿Cuánto desea?

Deme todo el que tenga por favor – le dijo ella. María Venera fue hasta el canasto y en una bolsa comenzó a poner todo el pan. Mientras tanto la mujer iba observando cada movimiento. Estaba parada en la punta del mostrador, en donde empezaba el pasillo para pasar detrás. Cuando María Venera terminó de cargar las bolsas de nylon, pesó el pan para luego sacar la cuenta de lo que costaba. Enseguida se lo entregó.

– Desea algo más – le preguntó María Venera.

– No señora – le dijo la mujer – con esto está bien.

María Venera le dijo el costo, la mujer extrajo dinero y le pagó. Luego fue hasta la caja para guardarlo, a la vez que contó cambio para devolverle. María Venera volvió hasta el lugar donde la clienta se había situado. Se acercó a través del pequeño pasillo, entre una punta del mostrador de machimbre y los estantes de los fideos, para darle lo que le correspondía de vuelto. Cuando lo hizo, la mujer tomó a María Venera con sus manos por los hombros, apoyando su boca con impulso contra la mejilla de ella. La besó. La beso con vehemencia, le pegó la boca con intensidad, como marcándola, luego le dijo:

– Gracias, gracias, muchas gracias – y se fue con la rapidez de un rayo atravesando la puerta. María Venera aún cautivada por el desconcierto miró a la otra clienta, que había sido testigo de toda la escena. Ella también estaba confusa. Le preguntó a María Venera.

– ¿Conoce a esta mujer?

– ¡No, no la conozco! Nunca la vi en mí vida – le dijo María Venera aún perpleja.

Cuando Alfredo Argencio regresó del galpón los hechos habían acontecido. Le contaron el episodio y se sorprendió por lo que acababa de ocurrir. A la mujer nunca más la volvieron a ver, tampoco el auto que ella manejaba. Desapareció del pueblo como si en verdad nunca hubiera estado. Los misterios no necesitan ser más que eso, alcanza con un momento exacto, como el de esa tarde, cuando esa mujer consiguió llevarse con ella todo el pan.

*Del libro “Hinojo ente cuentos”.