Por R. Claudio Gómez –
Es cierto que pudo haber elegido otro menos conocido, menos repetido en la TV, pero escogió ese: el que pronuncia un ficcional presidente de los Estados Unidos, un 4 de Julio, antes de la batalla final frente a belicosos alienígenas. Y aunque la factura narrativa sea un poco burda, es justo decir que el intendente de Jujuy o su amanuense no rompieron las reglas del discurso. Vamos en su defensa, porque todo discurso es, sin distinción, un plagio.
El jefe comunal de “El Carmen” no “copió” el discurso de la película del “Día de la Independencia”, tal como se animaron a afirmar los medios de prensa. La realidad es que lo “adapto” para la celebración del 9 de Julio en una localidad a la que la mayoría de los argentinos conocemos socarronamente desde esa fecha.
Existe entre cualquier discurso político y la vanidad social un vínculo arbitrario: uno habla y el resto escucha. La posición de módico poder que esgrime el orador de manera ocasional frente al público genera una tensión.
La retórica cobra aquí una pulsión dramática, porque con ella el orador debe demostrar que, más allá de lo realizado en su gestión o por su gestión, su expresión oral y gestual deberá resultar lo suficientemente correcta a oídos del auditorio, como para sustentar su poder.
La audiencia es juez. Y el código en el que se basa esa de justicia radica nada menos que en la potencia hegemónica de la palabra: acción que supone para los receptores que quien-bien-habla-bien-gobierna.
Buena parte de la fallida historia política nacional está basada en ese error, en el equívoco social de otorgar mayor razón a quien más lucidamente la argumenta.
Esa premisa permitió que las decisiones políticas fueran hasta mediados del siglo XX propiedad de los que sabían leer y escribir, primero y luego de quienes se habían formado en las universidades europeas y en los modelos discursivos de la anhelada París, allá por 1880.
Esa fórmula, por caso, argumentó en favor del voto calificado y de la anulación del sufragio femenino, ya que, casi sin decirlo, consideraba que la “chusma” (eufemismo por indio, gaucho, inmigrante o mujer) no tenía la suficiente formación para opinar sobre los destinos del país. “Si-no-saben-hablar-de-qué-van-a-opinar”, se preguntó la aristocracia, en promoción de una respuesta que no solo conocía, sino que había pergeñado como instrumento de descrédito a los sectores rezagados. Civilización y barbarie. El poder centrado en la riqueza verbal, en la hegemonía de la palabra.
La verdad es que desde la conocida ductilidad del “Orador de mayo”, Juan José Castelli, hasta aquí, en nuestro país, lo que han sobrado han sido discursos. No faltan ejemplos.
Un discurso es una acción narrativa que busca despertar emociones en el auditorio. La mayoría de esas narrativas están ancladas en métodos clásicos: presentación, desarrollo y cierre. Nunca faltan las citas al Martín Fierro o a los griegos o a “El general”. Se trata alusiones directas o falsificadas que funcionan como un metalenguaje e incentivan, motivan al público, desde una idea ajena que viene a cuento.
En su libro “Discursos que inspiran la Historia”, que reúne expresiones públicas desde el siglo A.C., Jacob. F. Field, advierte que “las simples palabras pueden transformarse en instrumentos de guerra o paz, y atesoran el potencial de modificar el curso de la evolución de la humanidad”.
Si Field tiene razón, este no sería el caso de lo ocurrido en la lejana población jujeña. En esta oportunidad de la celebración de la Independencia de la Patria, afortunadamente, no estaba en juego la paz. Sus dichos, sin embargo, nos advierten que siempre hay alguien halagado de reconocer los errores de los débiles, para expiar su mediocridad insuperable.