Cuenta conmigo

Por Alejandro Sánchez Moreno* –

Tardecita, sentados en el cordón de la vereda, cada uno elige su equipo. Huracán, dice Pipo. Una botella de gaseosa con agua, que sacamos de la canilla del terreno de Doña Pilar, pasa de mano en mano. Fernando elige Estudiantes y Javier, Boca. Yo Vélez Sarsfield, porque aunque soy de Boca, me gustaba la ve corta blanca en el pecho. Tenemos entre diez y trece años. Hablamos con seguridad sobre el futuro. Como si a esa edad, solo con decir lo que vamos a hacer, alcanzara para que se cumpla. Cerca de la hora de la cena suena un silbido. Es mi papá que nos llama, si no llegamos antes del segundo silbido se enoja y es posible que al otro día no tengamos permiso para salir, así que corremos la cuadra que nos separa y lo encontramos en la puerta justo cuando se llevaba los dedos a la boca. Entramos y nos sentamos. Desde su lugar en la mesa, la cabecera que da a la pared, nos mira sin decir nada. Entendemos enseguida y nos vamos a lavar las manos. Comemos rápido. Una vez que cumplimos los requisitos, casi todo está permitido. Nos bañamos, nos acostamos, yo miro un poco de televisión y Javier se duerme con la pelota en la cama.

Aburrido de esperar en la camioneta, agarro el diario. Ya no sé qué leer, me voy para el lado de los policiales. Una notita perdida dice “Incendio en una pizzería de la Diagonal 74”. No me interesa, paso de largo. Dejo el diario y prendo la radio. Primero busco en AM, engancha las mismas. Sigo con las FM, me dan ganas de escuchar tango, pongo la de Berisso pero se escucha mal. Apago la radio. Me estiro. Me bajo y acomodo las cosas que están atrás de la camioneta. Con una toalla vieja, que llevo por las dudas, saco la tierra y algunas hojas. Acomodo el gato, la llave cruz, las balizas, doblo la toalla y la guardo en la heladera. Me siento. Sigo aburrido, la espera es larga. Vuelvo al diario. Leo la notita del incendio. “Roció con nafta el mostrador y varias mesas, prendió el fuego con un encendedor que llevaba en su mochila. Por suerte en ese horario (la siesta) no había gente. El fuego pudo ser controlado por un empleado de seguridad. El causante sería un ex empleado enojado por haber sido despedido. Su nombre sería Pedro López. Fue detenido por policías de la seccional cercana”. Se llama como Pedro, pienso. Pero no puede ser. Aunque es el barrio y coincide el nombre y Pedro trabaja de maestro pizzero y está loco, pero no puede ser. Termina la espera. Prendo el motor y despacio me voy para mi casa. En el camino, sigo pensando. ¿Sera él? Pasan las cuadras y no me puedo sacar el tema de la cabeza. De golpe me doy cuenta que me pasé. Doblo para volver. Abro el portón y entro. Sigo pensando. Busco el teléfono de Pipo. Llamó, una, dos, tres veces y nada. Media mañana del día siguiente: suena el celular. Respondo, tengo una llamada perdida de este número, me dicen. Pipo, soy yo, Alejandro. ¿Qué haces tanto tiempo, locura? Charlamos un rato y le pregunto por el hermano. Me cuenta que lo último que sabe es que prendió fuego la pizzería donde trabajaba.

Fernando cumple años el 16 de enero, igual que su hijo, igual que yo. Tiene la voz tan ronca que parece un motor gastado. Lo encuentro en el centro, tiene una peluquería, que antes atendía la madre, Amparito. Hace mucho que no lo veo. Tiene ganas que hagamos un asado, siempre que nos encontramos dice lo mismo y nunca lo hacemos. Que loco me dice, el 16 de enero cumplís vos, yo y mi hijo. Se ríe fuerte, tan fuerte como lo permite su voz hecha mierda. Los 16, dice, voy al súper y compro las cervezas para mí y las chocolatadas para mi hijo, se vuelve a reír fuerte y alza los brazos gesticulando, y se le ve el pecho y la espalda gigante. Antes lo encontraba en el barrio, cuando iba a la casa de mi mamá. La peluquería estaba por ahí, después la mudaron al centro. Todavía no tenía la voz gastada. Se fue a España. Mandó una postal con una campera vaquera con un águila en la espalda. Cuando me acuerdo de esa foto, me acuerdo de Bonavena. Pasaron dos o tres años y alguien me dijo que volvió a Argentina. Lo encontré en la Galería San Martin. Estaba viejo, como si en vez de pasar unos pocos años hubiera pasado una década o más. Me contó que cuando llegó al país no pudo volver a la casa. Ni a la casa ni a ningún lado. Directo a Olmos y ahí estuvo un rato largo. Nadie sabe o nadie cuenta porqué.

El plan era el mismo. Después de comer nos juntábamos en la plazoleta del ombú. Fernando y Pedro tenían prohibido salir a la siesta, tenían que hacer la digestión. La señal la dábamos picando la pelota en el asfalto. Se escapaban por atrás, saltando el alambrado. Atrás de ellos tomaba carrera y venia Degollado, el perro con la marca en el cuello, que sacamos del caño que se ponía entre las zanjas, para que pasara el auto. Estuvo ahí varios días, el collar lo estaba matando. Mi abuela puso pastillas para dormir en la carne picada y con un gancho lo sacó. En la plazoleta nos organizábamos: las bicicletas, botellas con agua, paté, galletitas, abrelatas, gomines y parches, inflador y mochilas. Elegíamos una calle y la recorríamos hasta el fondo, al rato se acababa el asfalto, seguíamos hasta donde se podía. Buscábamos sombra y parábamos a descansar. Comíamos, tomábamos agua y seguíamos. Un día recorrimos toda la calle 18. Así se llamaba nuestro equipo de futbol, un poco porque era la calle en que vivíamos y otro porque en la quiniela era la sangre. Eso nos lo contó el viejo Héctor que vivía en el único conventillo y casa baja de la cuadra. Le gustaba fumar mirando como pateábamos. Cuando la tirábamos a la mierda, gritaba fuerte: Puntaaa Laraaa.

Mi hermano, Javier, era rubio con ojos celestes, un Robert Redford. Heredó el color de pelo y de ojos de la familia de mi papá. Llegaba a donde estaban los chicos, inmediatamente empezaban a cantar: “era rubia y sus ojos celestes”. Se calentaba mal, varias veces llegó a las trompadas y a uno bastante más grandote que se la siguió, le pegó varios paletazos en la espalda. Ese día al costado del frontón que estaba en el Seminario Menor, estaba mi papá. No se metió en la pelea, en su momento me enojé, pero mucho tiempo después pensé que tal vez tenía razón. Lo cargaban porque era rubio, en el fondo, creo yo, le tenían envidia. Ahora lo cargan con que es parecido a Javier Delia o al rubio de Cobra Kai, pero ya hace rato que no le molesta.

Nuestra especialidad eran las casas abandonadas. En los barrios había una. Era fácil entrar, no había cuidadores, ni cámaras, ni vecinos con celulares. Entrábamos para tener un lugar sin adultos: jugar a las cartas, tomar gaseosas que habíamos robado del kiosco de Lalo, probar una cerveza o comer algo. Le sacábamos todo el jugo posible. De las chapas del techo nos llevábamos clavos y tornillos de plomo. De las paredes, esto era más difícil, el cobre de los cables. Cuando juntábamos bastante lo vendíamos en la compra venta. De la casa de la esquina juntamos un toco. Estaba todo, trabajamos varios días. Con la plata que nos dieron compramos un futbol, varias cocas colas, papas fritas, pan y fiambre. Nos fuimos al techo. Al sol, sentados en círculo, parecíamos adultos, después de terminar un trabajo.

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Pipo y Pedro tenían dos hermanas, Roxana y Lilian. Roxana era la más grande. Vivían a mitad de cuadra en una casa de pasillo. Eran las primeras casas de la ciudad, grises, de techos altos y oscuros. El papá de los chicos no era el mismo que el de las chicas. El de los chicos era marinero, lo veían muy poco. Cuando aparecían con algún juguete, era porque habían visto al padre. El papá de las chicas se llamaba Juan, era carpintero. Más adelante vino un hermanito, Maximiliano. La mamá era Nelly, en el barrio decían que era una cabaretera del puerto que se llevó un día el marinero. Juan andaba en bicicleta. Vivió casi hasta los cien años. Una tarde, poco tiempo antes de morir, ató despacio la bicicleta en el árbol del almacén, compró vino tinto, pan, mortadela y cigarrillos. Paró en la calle y se bajó de la bicicleta para saludar a la gente conocida. Al fondo del pasillo vivían dos hermanas, Tati y Estela. Estela era más grande, no jugaba con nosotros. Se puso de novia con un muchacho que la pasaba a buscar en auto. Se sentaban en la plaza del barrio. La seguíamos y la espiábamos escondidos atrás de un árbol. Estela consiguió trabajo para fin de año en un kiosco del centro. Para las fiestas vendían pirotecnia. Íbamos en bicicleta a tomar helados. Estela nos hacía precio. Un día de mucho calor el kiosco explotó. Estela se prendió fuego, acostada en la vereda le pasaban helados de agua por el cuerpo. Murió unos días después en el hospital, el único que la visitó fue Pedro. Nos contó que la agarró de la mano y le dijo que la esperábamos en el barrio.

Al lado de la Estación de servicio había un baldío. Lo usábamos para jugar al futbol. Una vez mi papá festejó mi cumpleaños ahí. Después de comer panchos, gaseosas y papas fritas en mi casa, nos llevó y organizó un partido. Muchos años el terreno siguió vacío. Ahora hay una gomería gigante, que está llena porque dan hasta 24 cuotas. En el baldío apareció una casilla. Ahí paraba Ramón, el borracho del barrio. Le teníamos miedo, cuando vimos que era inofensivo, seguimos como si nada. A la tarde, ya muy borracho, gritaba “morrongo, morrongo, a la mañana te la saco y a la noche te la pongo”. Se lo hacíamos repetir y nos moríamos de risa. Más de una vez lo metían en cana, algún vecino lo denunciaba, porque se ponía bastante ruidoso. Lo tenían una noche o unas horas y lo largaban. Era morocho, muy flaco, bigote cortito. Se mojaba la cabeza en el baño de la Estación y se peinaba con raya al costado. En verano andaba en camisa y en invierno con una campera negra. Una vez, lo encontramos en el almacén de la vuelta. Estaba en la cola delante de nosotros. Tenía un portafolio negro. ¿Para qué es el portafolio, Ramón? Soy de la Termidor Company, nos contestó.

Vuelvo a mi casa por distintos caminos. Así no me aburro, además me gusta ver como la ciudad cambia. De edificios y muchos negocios a casas bajas con patios y terrenos. Luego las viviendas empiezan a estar desperdigadas, el cielo se ve más, mucha gente caminando, la ropa distinta que en el centro, hasta llegar al campo. La ciudad se va desarmando. Una vez volví por la 34, alguien me dijo que estaba asfaltada nueva. Llegué hasta la 149 despacio. El asfalto nuevo eran parches unos arriba de otros. Miré por el espejo y vi alguien corriendo que me hacía señas. Paré. Era Pedro. Estacioné al costado y nos quedamos charlando hasta que se hizo de noche. Me conto de él, de los hermanos, me preguntó por mi familia. Me dijo que hacía años que no veía a la hija. Se había juntado con Mirta, la novia del barrio. ¿Qué pasó?, pregunté. Discutí feo con Mirta y me fui. No me quisieron ver más. ¿Intentaste verla? le pregunté. Le conté que podía hablarlo con la justicia, con psicólogos y con asistente social y con el permiso de la madre por ahí podía verla de nuevo. Me dijo que no, que ya está. Me dio una pena terrible. No podía dejar de pensar en él y en ella caminando de la mano. Me fui. Anoté su teléfono. Me dijo que otras veces me había visto pasar pero estaba lejos y no llegó a correrme. Te escribo, dije. ¿Somos amigos?, me contestó.

Pipo trabaja de seguridad en un supermercado. Al principio lo tenían como maleta de loco. Un día acá, una semana allá, hasta lo mandaban al conurbano y alguna vez a Capital. Vive enfrente del Parque San Martín. Anda con la ropa del trabajo. La cabeza rapada, anteojos espejados, flaco y serio. Está casado con una cajera del Vea. El hermano me contó que en una época tenía dos mujeres, una en La Plata y otra en Capital. Capaz que eso le venía del padre que era marinero. Trabaja en el turno noche, cosa que le viene bárbaro porque no le gusta la gente. Cada hora hace una recorrida por todo el local, cuando termina se sienta en una silla playera, que tiene guardada en el estacionamiento y se fuma un cigarrillo. Hace figuras con el humo. Cuando éramos jóvenes era un campeón con eso. En el celular tiene la música que le gusta. Mientras fuma pone un tema. Suena Zitarrosa: “Yo tuve un amor, lo dejé esperando. Y, cuando volví, no lo conocí, no lo conocí.”

Un vecino, de la casa antes de la esquina, tenía muchos naranjos. Los veíamos cuando nos subíamos a la pared del pasillo de al lado. Una tardecita entramos con mi hermano. Llevamos varias bolsas de mandados. Rápido, sin saber si el viejo estaba o no estaba, llenamos las bolsas. Las tiramos a la calle y nos fuimos corriendo. En casa, las dejamos atrás, en el patio, para que nos las vieran. Mi mamá y mi papá llegaban tarde del trabajo. Estábamos casi toda la tarde, después del colegio, solos. A veces nos cuidaba alguna señora. Le pedían que nos haga la comida, que limpie un poco y que nos mire. Y sobre todo que no saliéramos afuera. La que más me acuerdo era Rosita, una chica joven que sonreía lindo y que se volvió a Salta. La llevamos hasta la terminal de micros. Me gustaría hablar con mi papá, para que me cuente un poco más de ella. La otra que me acuerdo era una mujer grande de pelo corto. Veía con nosotros Meteoro a las cinco. Nos preparaba la merienda antes, para no perdernos nada. Alguna vez tocaron el timbre en medio del programa. Nadie quería ir a abrir. Terminaba yendo mi hermano porque era el más chico. Ese día, ya de nochecita, mi mamá descubrió las bolsas en el fondo. Como una tromba entró en la cocina. Con el miedo que nos agarró le contamos enseguida. No nos dio tiempo para mentir. Nos hizo agarrar las bolsas, ir a la casa y devolverlas. Tocamos timbre y salió el viejo que no hablaba. Le contamos lo que hicimos y le dejamos las naranjas en el patio. Nos llevamos las bolsas. Cuando salimos nos dijo que eran naranjas chinches, que no servían para nada.

Musicomanía abrió cerca del barrio, en el Club Universal. Era una matiné, empezaba a las 6 de la tarde y terminaba antes de la media noche. Los chicos del barrio iban todos. A mí no me interesaba, mi hermano quería ir y mi papá no lo dejaba. Una tarde se escapó por atrás de la casa. Llevaba ropa en el bolso, se cambió en lo de Fernando. Mientas escribo pienso en mi hijo, que fue a una matiné. En el auto esperé toda la cola que hizo para entrar, sin perderlo de vista. Fue solo, ningún amigo lo acompañó o por ahí quisieron y no los dejaron. Cuando me acuerdo de él en la fila, me agarra tristeza. Mi papá se enteró que mi hermano se había escapado. Entró al club, me imagino que la cara que puso mi hermano, es la misma que puso mi hijo, una vez que me llamó para decirme que no iba a la escuela porque estaba enfermo y lo encontré caminando en el centro con una barra. Mi papá lo sacó y lo llevó todas las cuadras de la oreja sin hablar. Roby, el relojero, que se murió hace poco, me contaba lo mismo. Que no se iba a olvidar nunca de mi papá caminando con Javier de la oreja.

Bibi y Kin Kin vivían a mitad de cuadra. Bibi era más grande que el hermano y más grande que nosotros. El papá, Arizaga jugó en Estudiantes y después en Portugal. De allá se vino con esposa portuguesa. Una vez quiso suicidarse, los chicos lo encontraron tirado en el patio, en un charco de sangre, al lado de una puerta con el vidrio roto. Todo el barrio hablaba del tema. Después de eso Bibi y Kin Kin salían poco. Arizaga tenía una mercería. Se hizo cargo Bibi del negocio. Bastante tiempo después el papá volvió a ir. Era grandote, morocho, muy alto y serio. Le teníamos miedo. Pasaba y no hablaba con nadie. Pero una vez lo vimos sentado, mirando como jugábamos al futbol. Un día empezó a hablar. Nos contó que le bajaban los pantalones cuando saltaba a cabecear, que jugó contra Pele y que Portugal era muy lindo, pero extrañaba los asados. Cada tanto los chicos viajaban a Europa con la madre. Cuando volvían nos juntábamos en la vereda, la ñata contra el vidrio, porque sabíamos que traían cosas ricas y algo nos convidaban. Estábamos horas hasta que salían con confites o caramelos o golosinas. La madre hablaba cocoliche, no le entendíamos nada. Estuvo desde joven en Argentina, pero nunca habló bien español. Me parece que no quería aprender, que es como una manera de decir que su lugar no era acá. Con ella, en el verano, íbamos a pasar el día a General Belgrano. Ahí está el río salado. Llegábamos en micro a la mañana y volvíamos en el último de la noche. Me acuerdo de ella sentada en un banco de cemento del balneario, sin dejar de mirarnos, mientras nos metíamos al rio y de Arizaga, que se reía cuando hablaba con nosotros.

En Fresas salvajes un profesor anciano viaja con su nuera. En el camino paran en una casa donde pasaba sus vacaciones. Los recuerdos no tardan en llegar. El primer amor, los padres, los juegos, el rio y el viento. Pasa el día y en ese momento entre la luz que queda y la que se va, la melancolía es fuerte. Un amigo que imitaba a Neruda escribió “son más tristes los hombres a las siete de la tarde”. Fresas salvajes en España se llamó Cuando huye el día. Es la única película que el titulo cambiado es mejor que el original.

https://medium.com/@alesanchezmorenolh/cuenta-conmigo-e271d091a5e9

*Colaboración para En Provincia.

Fotografía: Archivo web.