
Por Alejandro Sánchez Moreno* –
Stavros vive en Armenia, en una ciudad pequeña. Todos los días va a la estación de micros y hace la misma pregunta: ¿cuánto cuesta el pasaje a Constantinopla? Es 1900, los turcos hacen redadas seguido. Separan a los hombres de las familias y los golpean. A veces, queman los corrales y los graneros. Las mujeres y los niños, petrificados, miran. Stavros pica hielo con un amigo en la ladera de una montaña. Lo cargan en una carreta y lo llevan al mercado para venderlo. En el camino, Stavros dice, ¿cómo es América?, grande, responde el amigo. En un control, policías turcos los detienen. Los muchachos se ponen nerviosos, si demoran, el hielo se derrite. El oficial nota los nervios y tarda a propósito. Pasan los días, las semanas, los meses. Stavros tiene un solo pensamiento: América. Finalmente, cansado de la vida que lleva, recibe dinero de la familia, dos burros, viandas, y empieza el viaje. Hasta Constantinopla pasa de todo. Le roban la plata, el ladrón lo acusa a él y lo meten preso. Cuando llega a la ciudad consigue trabajo en el puerto, de estibador. Agarra todas las cargas, es bajo pero fuerte. Para ahorrar no gasta en alojamiento. En los muelles hace un amigo, es bastante mayor que él. Los trabajadores del puerto le ponen un apodo: América, América. Cuando llega un trabajo imposible, la fila hace un pase de palabras. América, América, va diciendo cada uno. Stavros escucha, se levanta, corre al inicio de la fila, se agacha y levanta el cargamento. El amigo mayor insiste en que se dé algún gusto. Finalmente lo convence. Cuando despierta, por la mañana, una prostituta robo sus ahorros. Los quiere recuperar, pero choca contra los policías que la protegen.
Perdido, acepta un matrimonio por encargo. Un primo de la ciudad hace los arreglos. La chica lo quiere, él también a ella, pero no puede dejar de pensar en América. Sigue todos los pasos hasta el casamiento: acepta trabajar en la compañía del suegro, acepta el departamento amueblado. Cansado, dice la verdad. Conoce una estadounidense que está casada con un viejo. Con la ayuda de ella sube al barco. Un empresario lleva ocho chicos turcos para lustrar zapatos. Dos años sin cobrar a cambio de la libreta de residencia. El viaje tarda unos meses. Llegan y ven la estatua de la libertad. Para bajar tienen que esperar la inspección de médicos y policías. Un muchacho tuberculoso se pone nervioso y empieza a toser. Lo descubren y lo devuelven para Constantinopla. A la noche, deja los zapatos destrozados en la cubierta y se tira al mar. Stavros baja con los demás. La explanada del puerto está llena. Llegan las autoridades y ponen una mesa. Papeles y sellos. Stavros recibe la aprobación. Sonríe y entre una multitud que avanza besa el suelo.
En Berisso, todos los años, se hace la fiesta del inmigrante. Dura dos meses. Antes de las carpas con bailes y comidas típicas, hay instancias previas. Un domingo se hace el desembarco: una recreación de la llegada de los inmigrantes. Los descendientes, con ropa heredada de las familias, bajan del barco y recorren tranquilos las calles de Berisso. En un local de alguna colectividad se hace un concurso de comidas. Este año toco la búlgara. Cada colectividad tiene una casa. Salones grandes, que la mayoría hicieron con sus propias manos, al poco tiempo de llegar. Ahí se juntaban para ayudarse, acompañarse. Hay árabes, ucranianos, bielo rusos, armenios, polacos, lituanos. Entrar a un local es entrar al pasado. El concurso de comidas se hace con la idea que cocinen la receta de la familia, la que cocinaban los abuelos. Pieroggi, Varenique, keppe a la olla, bacalao al pil pil, estofado de cordero, chorizos a la portuguesa, arroz pilaf, mamul. Cada mesa tiene una foto y una historia. En algunas está el barco que los trajo de Europa o de Oriente. Los nombres dependen de lo que entendía el que anotaba. Así los Kanhefer de El Líbano, son Janefer. Y la fatayer, una empanada árabe, es el fatay.
Frente a la plazoleta vivía un italiano muy viejo. Nunca aprendió bien el español. Muy viejito repetía lo mismo: segunda guerra, barco, marinero toca culito. Cuando éramos chicos se lo hacíamos repetir para reírnos.
La fiesta del inmigrante se hace en unas carpas gigantes en el parque cívico de Berisso. En el medio hay un escenario gigante, ahí presentan las danzas las colectividades. A los costados están los puestos de comida. La entrada es gratis, se llena de gente, Dura varias semanas. Al final, eligen la reina de los inmigrantes. Ahora cambiaron embajadora por reina y además eligen embajador. En los últimos años se cuelan colectividades de La Plata: hay alemanes, peruanos, paraguayos y haitianos que venden jugos y tragos. Son los nuevos inmigrantes. Afuera de las carpas está la comida argentina: parrillada, papas fritas, choripanes. A veces se arma lío. Un año la representante árabe desfilo con la bandera de Hezbolla. Otro año, una palestina pidió basta de agresiones a su pueblo. La música empezó a sonar más fuerte.

La calle Nueva York está llena de conventillos abandonados. En la época que funcionaban los frigoríficos, había camas calientes. Un obrero terminaba un turno, llegaba a la habitación, el que estaba durmiendo se va a trabajar. Mi abuela trabajó en el Swift. Llenaba latas con carne, si no era rápida le sangraban las manos. El astillero llegó a tener 10.000 obreros. En una esquina hay un bar anglo argentino. En otra, un cartel dice: kilómetro 0 del peronismo. Se supone que ahí nació el 17 de octubre. En el medio, un arco de cemento es la entrada a una calle que sale por el otro lado de la manzana. Arriba está el año, 1921, abajo en letras talladas, mansión de los obreros.
En el centro Basko de La Plata, paso películas. El ciclo se llama Begiradak, quiere decir miradas. La casa es de principios del siglo pasado. El vitro de la entrada es original. Un cartel pide que lo traten con cuidado. Imagino, cada vez que empujo las hojas de la puerta para entrar, manos de otra época. Al entrar hay tres caminos, uno lleva al restaurant. Ahí están los escudos de los países vascos. Mi papá me llevaba a ver el de su familia: Guipúzcoa, reino del árbol. Otro camino lleva a la taberna, mostrador de madera en ele. Los vascos cantan: nuestra vida es así, cantar reír, estar con los amigos. El otro lleva a las mesas para jugar al mus y más atrás la cancha de paleta. Los pelotaris toman cerveza después de un partido. Una pantalla grande pasa futbol de Europa. Una vez pase dos películas de Carlos Saura. Una empezaba con una jota. Baja el volumen, me dijo una señora en broma, que nos echan a todos. Hay un ciclo de cine vasco itinerante. Pasaron un documental de una mujer que a los noventa y pico vuelve al país vasco, a visitar su aldea. La mujer está en la sala. Después de la película charla, le hacen preguntas. Llego a Argentina cuando tenía siete años. Se instalaron en Berisso cerca del puerto. El padre tenía la idea de volver, después de juntar algo de plata. Cuenta la señora que tenían una quintita. Se escuchan desde el patio la sirena de los barcos. Cada vez que sonaba una el papa decía: prepárate que nos vamos.

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*Colaboración para En Provincia.
Fotografía: Archivo web.