Por Guillermo Eduardo Pilía (*)
Creo no equivocarme si escribo que Ciudad platónica, de Rafael Felipe Oteriño, es uno de los pocos libros de poemas del que tenga conocimiento dedicado íntegramente a la ciudad de La Plata. He leído numerosas antologías de poesía platense en las que la ciudad no está siempre visible y muchos de nosotros hemos deslizado, en forma más velada o más explícita, alguna referencia a La Plata en tal o cual libro. Quizás sólo se le haya adelantado Gustavo García Saraví, por un dato que me brinda Susana Astellanos, con una recopilación de poemas que publicó póstumamente en 2010 la Municipalidad de La Plata. El hecho va en dirección contraria a lo que ocurre en la narrativa, donde llegamos a encontrar a un novelista como Rodolfo Falcioni, cuyas obras están todas ambientadas en La Plata. Por supuesto que Ciudad platónica no es un libro que se haya concebido de una sola tirada. Sería interesante estudiar cómo se fueron ensamblando los poemas que lo componen, algunos de larga data, publicados ya en anteriores títulos, y otros de más reciente factura. Pero eso será trabajo para el futuro, y al que deberán dedicarse los filólogos. La Plata, con su perfil universitario, tiene una larga tradición en estudios literarios, pero no abundan los específicos sobre autores locales. La obra de Rafael lo ameritaría y aprovecho esta oportunidad que me da la Revista de la SADE para hacer un llamado en ese sentido.
Marcelo Ortale, en el prólogo de esta edición, arroja luz sobre el título de esta obra cuando escribe que, como en la Trinidad, hay para Oteriño tres hipóstasis de La Plata: la ciudad de su infancia y juventud; la actual, a la que vuelve para comprobar si sigue siendo ella; y la platónica, su verdadera patria, la que va con él, la ciudad espiritual en la que se asila y emociona. Recordemos que en el pensamiento platónico, lo verdadero está en el mundo de las ideas, donde las cosas son perfectas, mientras que lo que vemos en nuestro acontecer son las sombras o imágenes imperfectas de aquella perfección. Hay entonces una ciudad eterna e inmutable, pero no tanto en el mundo de las ideas como en el corazón del poeta, y esa ciudad convive con la que está sujeta al devenir y al paso del tiempo, que desgasta con su fresa y tritura con su almádena no sólo las calles y los edificios, sino también los afectos, la memoria, los recuerdos. Se me hace que el adjetivo platónica, más allá de lo que denota, se relaciona también fonéticamente con platense, y más aún, porque como suele decir Julio Alak, actual intendente de la ciudad, La Plata no nació de un fortín, ni de un puerto, ni de una estación ferroviaria, sino de un libro, fue una ciudad que existió en el mundo de las ideas mucho antes de que fuera fundada.
La ciudad de Rafael Felipe Oteriño no es la misma de la que escribieron, sin nombrarla, López Merino y sus compañeros de generación, ni de la que podemos escribir ocasionalmente los que nacimos y vivimos siempre en ella. Es la ciudad del que un día partió pero no para siempre, la ciudad del que se fue pero a la que siempre retorna. Y así como nos sucede a los adultos con los niños, que si dejamos de verlos por apenas unos meses ya los reencontramos cambiados, así también le sucede al poeta, con el ojo mucho más perspicaz que el de los que transitamos todos los días por las mismas calles. Tuve que irme para verla en plenitud, / no como obra de los hombres / sino como costura de la intemperie y el vendaval. // Las calles se fueron convirtiendo en venas / por donde circulan mis muertos; / los edificios, en témpanos sobrecargados de horas. / Las plazas en el escondite de un prófugo / que vuelve sobre sus pasos. No es tampoco la ciudad de los grandes exiliados, que a fuerza de ausencia mantienen una imagen del lugar natal que ya no existe. Esa ubicación intermedia entre los que permanecimos y los que se fueron para siempre es la que impregna la poesía de Oteriño de un tono muy propio y particular. No se debería abandonar una ciudad: / se llena de fantasmas. / Los que estaban y no se dejaban ver, / los que llegaron luego, / los que se aprestan para vivir. /…/ Es como ver lágrimas. / Algo que acaba de caer, / pero penetra muy hondo, y allí se queda. / A esa suerte algunos le llaman fruto; / otros, destino.
Ciudad platónica se puede abordar desde diferentes puntos, se pueden realizar numerosos cortes temáticos. Uno de ellos es el que propone Marcelo Ortale. La ciudad de la infancia actualiza el mito de la Edad de Oro que vive en cada persona, se haya ido o no. Aquello era la infancia, / una enfermedad de la que nadie se ha podido curar. Pero a veces hay que alejarse para comprobar que el paraíso estaba aquí, al alcance de la mano. Etimológicamente, la palabra paraíso tiene la misma raíz que prado, no es un lugar supraterrenal habitado por ángeles, sino simplemente un lugar ameno. En él vivimos en un tiempo, cuando ignorábamos la muerte o cuando la muerte era algo confuso y lejano, y a medida que nos vamos acercando a nuestro destino finito añoramos retornar a él. El Paraíso estaba aquí, en la palma de la mano: / era el día azul, era la costa amarilla / lanzando cabos /para empujar la balsa de la mañana /…/ Era un hombre y una mujer, / tomados de la mano; / el porvenir, su huracanado asombro, desprendido de su dolor; / era el viento de la llanura. Después, está la ciudad a la que se vuelve: Vuelves a esta ciudad que te llama detrás del humo. // En las rutas, en los peajes, / en las salas de los aeropuertos y en las filas de embarque, / adonde quiera que vayas, vuelves a ella. // Ciudad recurrente en la que confluyen todas tus edades, / aunque tu cuerpo no esté allí para alcanzarla. Y la ciudad platónica, que no es una Jerusalén celestial, ni aquellas de las que hablaban los utopistas, sino un punto de intersección entre el antes y el después, entre el pasado y el presente, entre lo que se pierde y lo que se avizora, una ciudad que es a la vez tiempo y es amor: la parte que llevas dentro. / La cuota de nada que te pertenece.
Otro punto de abordaje es el de la geografía lírica. Oteriño no siente el pudor de otros poetas por nombrar expresamente algunos sitios públicos, como el Bosque o la estación de trenes, pero lógicamente lo que le interesa es lo que connotan estos lugares. El Bosque espera como una invitación, / esperan los árboles que caen en las tormentas / y los insectos que desde la cama imaginamos pulular, deslizarse. / El lago se abre a los pies y se agita sólo en lo profundo: / la superficie miente, abajo yacen peces sin párpados / que mueven sus aletas sin cesar, / que abren y cierran sus bocas sin cesar. Pero en otras ocasiones son calles, edificios y plazas sin nombre, como si quien regresa experimentase el vértigo de entrar en una ciudad extranjera. Están también las casas, la expresión mínima de la ciudad, la contracara de lo público, el lugar entrañable del amor primero. Crees que al volver la encontrarás decrépita: / la humedad victoriosa en sus paredes, sin el tibio horizonte que los cuerpos daban. / Pero no, ella vive entera fuera de ti. /…/ Tal vez el óxido haya marcado los metales, / pero todo está igual: eres tú el que se ha ido. No sólo se puede marcar este contraste entre el macrocosmos de la ciudad y el microcosmos de la casa: también hay en Ciudad platónica un adentrarse en los arrabales de la urbe, allí donde la ciudad deja de ser tal y se convierte en llanura, donde también se cobijó parte de una infancia, en una quinta con molino, frutales y caballo y a pocas cuadras el arroyo Carnaval: No era un río ni una región ni un país, / las cortezas disputaban a la mañana sus geografías de luz, / las arañas caminaban sobre el agua sin dejar rastros. // Era lo verdadero, / todo lo demás es una historia que se empeña en retroceder. Con estas incursiones hacia lo suburbano, Oteriño recupera una rica tradición lírica de nuestra ciudad, la de la Generación del 40, salvo que esta generación siempre recurrió a un ruralismo remoto, propio de los lugares de origen de sus poetas, en tanto que Rafael se reencuentra con nuestro propio paisaje. Creo que Speroni, que sí era platense, como todos sabemos, hubiera gustado de poemas como “Arroyo Carnaval”, “Las mariposas” o “La extracción del agua”.
Un último aspecto al que me quiero referir es la dimensión humana de la ciudad. Una urbe no es sólo calles, plazas y edificios, es fundamentalmente un conjunto de almas. Si bien hay algunas alusiones al habitante común, el aspecto humano que interesa en el libro es el de los afectos: la familia y los amigos. Y dentro de los amigos, los poetas. Porque La Plata fue para Rafael Felipe Oteriño continente de una vocación literaria y esta ciudad, nos guste o no, nos fue templando determinada voz. Así, por ejemplo, en el poema “Cantábamos”, dedicado a Néstor Mux: Cantábamos sin la lengua adecuada, / cantábamos con la voz del relámpago / y la urgencia del trueno. / Pero nuestro canto estaba inflamado / desde muy atrás, / por voces que nos sostenían / con su cantar ininterrumpido. /…/ Cantábamos / con labios acostumbrados sólo a cantar; / cada vez más lejos de nuestras casas, / por calles que ni los propios padres / reconocerían. Cantábamos, ¿lo recuerdas?, / y las cabezas rodaban de los cuerpos, / aún cantando. Está también el recuerdo de Horacio Castillo en una fotografía fuera de foco y los viejos amigos de vinos oscuramente hollados / y madrugadas secretamente bebidas.
Reza el dicho popular que es de bien nacido el ser agradecido. Y este libro de Oteriño es, más allá de los aciertos poéticos a que nos tiene acostumbrados, un acto de agradecimiento a su ciudad natal. En estos poemas quiso dejar testimonio de su amor por La Plata, ese amor que sentimos casi todos los que nacimos acá y muchos que sin haber nacido adoptaron a La Plata como segunda cuna, aunque unos y otros quizá no tengamos la capacidad de plasmar ese sentimiento en un libro como este. Oteriño es un poeta de largas meditaciones y lenta escritura y eso lo ha llevado a mantener un tono alto desde hace muchos años, sin badenes ni tropiezos. Ahora nos ofrece este libro que, como en uno de los poemas que lo integran, es agua pura hasta empañar el vaso. O como escribió Ángela Gentile, en este trabajo nos ofrece la posibilidad de acceder a un tiempo donde la realidad se eterniza y el sentir se encuentra con la poesía. Una ciudad que nació de un libro, y que Oteriño devuelve al mundo de lo ideal a través de otro libro, es, sin duda, una ciudad platónica.
(*) Guillermo Eduardo Pilía es graduado en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Ha sido profesor de lenguas clásicas, producción de textos y teoría literaria. Cuenta con más de 30 libros publicados, numerosos premios y traducciones. Es miembro de ocho academias en España, Italia y Rumanía. Desde 2016 es ciudadano ilustre de La Plata y desde 2019 secretario general de la SADE Nacional.
Fotografías: En Provincia.