
Por Alejandro Sánchez Moreno* –
El día que murió Perón se murió mi abuelo. Fueron todos al velorio menos mi hermano y yo. La que se quedó cuidándonos fue mi tía Celia. Estábamos en el living, no sacaba los ojos de la televisión. Con un pañuelo blanco se secaba las lágrimas.
La casa de mis abuelos era un chalet de un barrio obrero. Un terreno de diez por cuarenta con la vivienda adelante. Al principio eran todas iguales, los dueños fueron agregando cosas, garaje techado, segunda construcción atrás, rejas, cerramientos, los paredones reemplazaron a los ligustros. Celia vivía atrás, en una pieza que estaba luego del patio techado. Menos baño, ahí estaba todo: cama, ropero, aparador, anafe con garrafa. Había dos entradas, la del costado era la que usaba ella. Llegábamos y Celia desaparecía. Al rato volvía del almacén de Alfano, traía fiambre y pan para el mate.
Celia hacía dos viajes por año. Uno a Bahía Blanca a visitar a Martita, una amiga que conoció en el barrio, el otro a Pehuajó. Paraba en lo de una prima. La llevábamos hasta la Terminal, íbamos con tiempo para tomar un café con leche. En la ventanilla del micro, todas las despedidas decía lo mismo: si me muero allá tráiganme a La Plata, no me quiero sentir sola.
Trabajaba de niñera, un doctor al que le cuidó los hijos se encariñó con ella. Le consiguió trabajo en la cocina del Ministerio de Salud. Hacía café en una olla grande: tenía que estar siempre llena y caliente. Le tocó el horario de la tarde, entraba a las doce y salía a las ocho. Servía la merienda a un sector, primero anotaba los pedidos, las opciones eran: café, té y mate cocido. Llevaba también unas criollitas. Llegaba por lo menos una hora y media antes, dejaba las cosas en la cocina y hacía mandados. Era una manera de pasear un poco. Se iba en el 307 que pasaba a una cuadra. Me gustaba verla volver por el camino que se había ido. Cuando cumplí diecinueve años jugó el número a la quiniela. Me preguntó si yo quería, jugamos un peso cada uno, el diecinueve es el pescado. Ganamos y ese día en vez de comer en la cocina fuimos al buffet.
Llegaron de Pehuajó a La Plata juntas pero vivían separadas. Eran tres hermanas y un hermano de sangre. El hermano había llegado antes, estudiaba Medicina y vivía en una pensión con los ahorros que juntó la familia y con algún trabajito que hacía. Se veían los domingos, estaban cama adentro. Las primeras semanas lloraban mucho. Cuando se acomodaron un poco se fueron a vivir a una pensión por la zona de la Estación. Cuando mi tía viajaba reconocía la zona. Le pregunté varias veces si me mostraba donde habían vivido, pero me decía que la casa ya no existía. Creo que no me decía la verdad. Mi abuela Beba se casó y se llevó a vivir a su hermana y su mamá con ella. En la pieza de atrás, Celia dormía con Gregoria, mi bisabuela, en una cama de una plaza, enfrentadas para tener más lugar.
El cumpleaños de Celia era el primero de mayo. Ese día la anotaron cuando pudieron acercarse a la delegación. En 1889 La Internacional de Marx, en un congreso en Paris, convocó una manifestación por menos horas laborales. La idea era que en todo el mundo el mismo día se realizaran protestas. El día elegido fue el primero de mayo. Laburar en aquel tiempo era terrible. Esteban en Tiempos difíciles de Dickens es un obrero, su hogar es chico, casi no hay muebles, se la pasa trabajando. En cambio, la vida de los banqueros y empresarios es lujosa. No les falta nada. Ahora pasa casi lo mismo. En la televisión veo a una chica que es repartidora. Cuenta que están armando un sindicato, que hay un expediente pero que no les dan el reconocimiento. ¿Cuánto estará dormido el trámite en un cajón? Los empleados de Pedidos Ya arriesgan la vida por dos mangos, pasan en rojo, agarran por las veredas, se matan por llegar más rápido y hacer valer la guita. En el centro de La Plata hay un boom de cervecerías. Un chico entra a las cinco de la tarde y se va a las dos de la mañana, si hay mucha gente el horario se estira. La gran mayoría trabaja en negro, con suerte llegan a los setenta mil, ochenta mil pesos. El primer primero de mayo tuvo un éxito fenomenal. Las crónicas hablan de meetings en las principales ciudades del mundo: Chicago, Barcelona, Paris, Londres, el distrito federal de México. Este año el primero de mayo estuvo caliente. En Francia contra el aumento de la edad para la jubilación, en Nueva York un cartel: without essential workers América is nothing, en Santiago de Chile piden más derechos, en Shanghái basta de trabajo esclavo. Parece una manifestación de 1889. Los primeros de mayo me invitaban a la plaza, yo me quedaba en el cumpleaños de mi tía.
En Pehuajó trabajaban en una estancia cerca de Nueva Plata, una estación que hoy está casi abandonada. El tren que no llegó más y una inundación le dieron un golpe terrible. Estaban en la cosecha, lavaban ropa para afuera, limpiaban casas. El padre, Moyano (por él me llamo Alejandro), era resero. Cuando volvía era una fiesta. Traía regalos, azúcar y harina. Se quedaba pocos días. Antes de llegar paraba en el boliche. En una de las vueltas se cayó con el caballo en el zanjón. Se rompió todo menos una virgen de cerámica. La casa de Los Hornos tenía en el frente al lado de la puerta un habitáculo pequeño. Ahí estuvo la virgen hasta el día que la casa se vendió. Celia, a los once, se enfermó de tuberculosis. La salita de la zona les dijo que no podían hacer nada. La llevaron al Hospital San Juan de Dios de La Plata. La acompañó la mamá que se pudo quedar poco. Estuvo un año y pico con una mano inmovilizada. Le ponían un fuelle en el pulmón y le bombeaban aire. Con la mano libre comía. Volvió sola en un tren que la dejó a la mañana. Pasó poquito tiempo y ya estaba con las hermanas en la cosecha.
Mi mamá manda una foto por el grupo de wasap de la familia. Es en blanco y negro, me gustaría ver si atrás tiene el año. A veces está el estudio de fotografías que la reveló. Están mi tía Celia, mi abuela Beba, mi bisabuela Gregoria, mi mamá y sus dos primas. Están en la puerta del museo de Ciencias Naturales. Arriba el tigre prehistórico dientes de sable. Se nota que tienen ropa de domingo. Seguro que la sacó un fotógrafo que el estudio mandaba a los paseos públicos. Ese día caminaron por el bosque, tal vez fueron al zoológico, comieron copos de nieve, garrapiñadas, manzanas acarameladas y se rieron mucho. Volvieron cansadas con dolor en los pies. En el tranvía las primas se durmieron. Las despertaron unas cuadras antes. Se bañaron y se fueron a dormir temprano. Estaban tan cansadas que no cenaron. Vivir es cambiar en cualquier foto vieja lo verás.
Mi abuela se llamaba Elsa, le decían Beba. Celia le decía distinto: Betty. Capaz que era una variante de Beba, pero más fino o cariñoso. Beba hacia cerámicas. Estudió en el Colegio de monjas del barrio, de chica hacía figuras de animales con miga de pan. El profesor se entusiasmó, una vez hizo un pescador, lo vio y dijo: ¡un Quinquela! No paró de hacer cerámica hasta que se murió. Llevaban dos horneadas, la primera para asentar, la segunda para la pintura. Puso un puesto en la feria de artesanos en Plaza Italia. Un supervisor del municipio vino varias veces para certificar que era una artesana. Lo que más le gustaba hacer eran tortugas y gatos. Un gato se lo pinté yo de todos colores. Un gato psicodélico decía. Las tortugas las hacía grandes, con lugar para poner una maceta. Un ceramista conocido pasó por el puesto y grito: ¡una manuelita! Toda la familia tiene cerámicas de Beba. Ella las firmaba del lado de atrás. El otro día las lavé y miré la firma: Betty.
Celia recitaba poemas gauchescos de memoria. Sabía párrafos enteros de Martín Fierro y Don Segundo Sombra. Creo que los pocos versos que me acuerdo los sé por ella y no por la escuela. Le gustaba recitar mucho uno que empezaba así: “Llovía torrencialmente, y en la Estancia del Mojón, como adorando el fogón estaba tuita la gente. Dijo un viejo de repente: Les voy a contar un cuento. Ahora que el agua y el viento traen a la memoria mía cosas que naides sabía y que yo diré al momento.”
Mi abuelo estuvo internado un mes y medio en el Hospital Italiano por un derrame biliar. Llegó y el médico le dijo: Moreno, está hecho un canario. Una tarde fuimos a visitarlo. Mi hermano y yo nacimos en el mismo hospital. Mi tía me llevó por los pasillos. Recreó el día que conocí a mi hermano. Me habló de la ropa que tenía puesta: un jardinero de jean con una polera roja. Llegamos en micro y no tuvo que alzarme.
Para escribir la biografía de Mario Levrero, un escritor uruguayo, Mauro Libertella se entrevistó con conocidos, amigos y familiares. Se metió en la vida de él cuando ya estaba muerto. Levrero no tiraba nada. Le dieron setenta y cinco cajas con sus cosas. De mi tía Celia tengo una sola: el carnet de afiliada peronista del 45, algunos números del Alma que canta, un almanaque de Perón con el caballo pinto, una carta del padre de 1953 y todos los recibos de sueldo.
https://medium.com/@alesanchezmorenolh/1-de-mayo-31aa3fe0a79
*Colaboración para En Provincia.