
Por María Soledad Gutierrez Eguía* –
Y pese a todo el ruiseñor dejó de hacer música.
Sé que hubo cantos robados, a nadie diré dónde tan quietos sus ojos.
Sé que anidó en graneros ajenos cuando necesitó callar.
Cierto olvido; el rostro triste del tiempo; los agujeritos grises en su perfección de pájaro dorado por el sol.
Transitado de soledad viendo, sí, viendo otros pájaros cantar tristes, volar pegados. Desde su rincón viendo el tibio crepúsculo cargado en otros picos, digo, muy callados; y solían ser cada vez más; dulcemente nacían donde niños también y eran dos o eran más las mejillas que de llorar, tan rojas.
Su vida entonces, violín al aire restallando. Pañuelo arrebujado contra la pared; contra la sombra; contra el barro.
Nadie llora.
Le han robado el canto al ruiseñor.
Que los ojos cuenten del temblor; del lugar donde un eco suena solo sin alcanzarse a sí mismo. Donde se persigue el llover triste; donde el huésped de la noche y aquí abajo donde hundo las manos y el dolor y el pañuelo contra la muerte y los nidos solos.
Harapiento canto sesgado al umbral del cuello del día; ¿dónde guardar las manos entristecidas?
Con esta soledad de hueso empujado al polvo, una cortina de ruiseñores penetra la manga de la tarde.
¿Por qué este frío?
¿Por qué el canto volviendo tan nítido?
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*Escritora y Diseñadora en comunicación visual.
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