La casa de la vuelta

Por Guillermo Cavia* –

  Nosotros vivíamos a la vuelta, exactamente a siete casas. La mamá era profesora de Biología y daba clases en el mismo colegio que asistíamos con mi hermano. Él a primer año de secundario y yo a tercer grado. Era una mujer muy fina y agradable que solía usar un perfume que todavía recuerdo. Mi hermano dice que la tuvo en el aula varias clases y que explicaba muy bien, que tenía una claridad perfecta al hablar. Vivir a la vuelta es estar mirando hacia otro lado. Si mi casa da al Este, la de la vuelta da al Norte o al Sur. Mis incursiones en la vereda de la profesora de biología se daban mientras paseaba en mi bicicleta verde claro y allí a veces, en las tardes de verano y primavera, la mujer se sentaba con su niño pequeño que apenas caminaba. En mis vueltas lo saludaba. Era un niño hermoso con el pelo de trigo y los ojos de campo. Como viento pasaba cerca de él agitando mi mano derecha hacia un lado y a otro saludándolo a él y a la mamá.

  “Saluda Andrés, decile chau al nene”, le hablaba la madre mientras yo como trompo giraba y daba vueltas a la manzana. Había otras, muchas casas, pero creo que esa era la más bella. Las ventanas eran grises de hojas altas, cuyos balcones se engrosaban hinchados hacia fuera con barras de bronce. En los marcos de los portillos calzaban las caras de angelitos, que parecía siempre miraban para ver quién entraba y quién salía. La puerta de dos hojas en la entrada, como el resto de las aberturas, eran en madera de roble lustrado y la fachada estaba pintada de celeste suave, casi pastel, que marcaba los voladizos, las líneas encastradas y ornamentos. La casa con su belleza me llamaba y siempre tuve intriga de estar allí dentro. Hasta hoy.

  Puedo haber soñado durante un tiempo, puedo haber perdido un cielo o quizás dos. Mi niñez transitó en absoluta paz, entre libros de aventuras, los amores de mis primas, los buñuelos de la abuela. Luego las hadas me dejaron una tarde de rocíos y esencias en medio del beso a Mariel. Vinieron las visitas al campo de Dora y José. La vida persiguió su andar y mi mirada que siguió dando al Este, en donde aprendí a recibir nuevos vientos, distintos tiempos, una carrera y los sentires plenos.

  La casa bella de celeste suave a poco de mis rondas en bicicleta cambió. Una mañana lo advertí. Una de las ventanas de hojas estaba abierta y uno de los vidrios biselados estaba roto. Mi corta edad no me había permitido comprender, ni siquiera advertir que la señora agradable y su bebe ya no estaban viviendo allí. Con el paso del tiempo el celeste se fue ajando y las tres ventanas de hojas cayeron, venciendo a las bisagras por su propio peso. La puerta de roble permaneció cerrada y la única abertura posible era el vidrio roto de la primera ventana. Por el agujero más de una vez miramos con mi hermano, pero la oscuridad no nos dejó ver más allá de unas telarañas y un escritorio con una silla encima, como si se quisiera alcanzar una lamparilla de luz.

  La vida tiene tantos cruces como puede. A veces la sombra se cruza con la luz, otras la vida con la muerte. No son antagonismos, sino encuentros. No son palabras diferentes sino vocablos que se cruzan, van y vienen y se hallan, coinciden en tiempo y espacio.

  Hace años que tengo el programa de radio, todas las noches, de 22:00 a 23:00 horas. Es una radio modesta de la ciudad de La Plata, pero con buena audiencia. A mi mesa se han sentado escritores de barrio, concejales, alumnos de escuelas, músicos, deportistas, vecinos, personajes. La hora transcurre en torno al invitado, es una charla en donde él trae la música que se ha de escuchar y que nos acompaña de fondo. Luego conversamos, de su vida y del país en el que nos toca vivir. La gente puede llamar y opinar. La audición anda tan bien que he tenido propuestas de otras emisoras, pero la verdad estoy cómodo en este ámbito.

  La noche termina, es martes 05 de junio de 2001, acabo de entrevistar a un joven de 24 años que pertenece a una agrupación de personas desparecidas en tiempo de la dictadura. Estoy cerrando el programa con Sui Generis, que se siente como un símbolo. El muchacho me contó de su vida y de la desaparición de sus padres y el por qué de cada iniciativa que toman. Tuve gran cantidad de llamadas y la hora del programa voló. Se escurrió como a veces lo hace el tiempo cuando puede. La fecha de hoy no es una fecha más y esta entrevista tampoco lo ha sido, porque el azar me ha dejado en medio de un cruce. Como una luz que puede atravesar el espacio y a varias estrellas. Como septiembre que despierta las flores y a todos los duendes. Como si una hoja de otoño eligiera caer sobre un espacio exacto de tierra y no en otro, sino ahí.

  El joven con el que camino por la calle es mi entrevistado. Le digo que el 05 de junio de 1977 yo tenía 8 años y una bicicleta verde claro, que entonces como ahora la libertad era parte de mi vida y en ella me echaba a andar. Nada más ocurría para mí en esa época de juegos y paz. Él me mira y se ríe mientras avanzamos. Caminamos varias cuadras hasta que nos detenemos en una vereda. Allí extrae del bolsillo de su jeans una llave que abre una puerta de roble. Porque el azar, porque uno de los cruces de la existencia me sorprendió en esta noche. Porque me estaba dando cuenta que frente a la mesa de trabajo, en la entrevista, tenía a Andrés, el mismo niño de cabellos de trigo y ojos de campo. El mismo que vivía con su mamá en la casa de ángeles que miran, que ahora me abre la puerta en medio de la noche, a la vuelta de mi casa.

Del libro “Hinojo entre cuentos”.

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