El inglés

Por Alejandro Sánchez Moreno* –

La primera vez que estudie inglés fue por obligación. Estaba en cuarto grado de la primaria y mi hermano, un año menor, en tercero. En realidad no le llevo un año, cuando el cumple, me alcanza. Por catorce días tenemos la misma edad. Mi mamá usó como excusa que mi hermano quería estudiar inglés. Nos anotó en el Instituto Cultural Argentino Británico, a media cuadra de Plaza Moreno. Eran tres días a la semana, lunes, miércoles y viernes, a la salida de la escuela. Alguna vez, para recuperar, teníamos clases los sábados a la mañana. Aprendí poco, palabras sueltas, los números, los colores, los nombres. Fuimos casi dos años. Fue una de las peores cosas de mi vida, iba obligado, con el sermón en la cabeza, que iba a ser útil para el futuro, que saber otro idioma te abre puertas y cosas por el estilo. Varias veces no entramos a clase, cerca estaba Sacoa, una casa de juegos electrónicos, que hace rato que no está. La que se mantiene es la de Mar del Plata, en una de las avenidas del centro, una entrada a un salón gigante, por unas escaleras que bajan. Cuando era chico me parecía un lugar enorme, de grande no tuve la misma impresión. Nos íbamos a Sacoa de La Plata y a la hora que mi mamá nos pasaba a buscar, actuábamos que salíamos de la clase. El Instituto tenía dos sedes, la principal era una casona antigua con una escalera gigante de madera. En frente, la sede alternativa, era un edificio nuevo, que deben haber comprado porque les faltaba espacio. El Profesor vestía con traje, saco a cuadritos, chalecos, los colores combinados.

Los compañeros no nos querían, nunca hicimos amigos. Nos insultaban, no con boludo o forro, nos decían: pobres. Una vez, en la primaria fui a un malón. Se hacían a la tarde, en un patio de alguien que ofrecía la casa. Ese día, escuche claramente, cuando una chica le decía al oído a otra: viste Sánchez Moreno, está con la misma ropa que va al colegio. Los recreos eran en un patio con césped. En el regreso a clase, en el descanso de la escalera, me agarré a trompadas con un compañero que se llamaba Guillermo, pero el Profesor le decía William. Supongo que a mí me llamaba Alexander. Con la nariz sangrando me senté en la primera fila. El Profesor no dijo nada.

Una sola vez tuvimos la simpatía de la clase. En la casa abandonada de la esquina tiraron dos perritas, una fea y la otra linda. A la linda le pusimos Bonita y a la fea Dulce. Las levamos a casa medio clandestinas. Eran traviesas, rompían todo. Un sábado mi mamá se enojó y nos dijo que las tiráramos. Las llevamos hasta el Instituto, nos siguieron todo el camino. Entramos a clase, salimos y estaban durmiendo en el porche. Las chicas y chicos se abalanzaron para alzarlas y acariciarlas. Volvimos con las perras a casa.

La segunda vez que estudie inglés fue por decisión propia. Por el Negro Maidana conocí a Stamboni. Juan era profesor en la Universidad de La Plata. Fue progresando en la carrera. Antes de morir, ya era responsable del profesorado y del traductorado. Había aprendido el idioma viajando, donde más se quedó fue en La India. De ahí se trajo un atuendo como el de Aladino. En alguna ocasión especial se lo ponía. Se hizo amigo del Negro por la música. Tenía una biblioteca con los CD ordenados, cada uno envuelto en funda de celofán, que el mismo hacía. Debajo de la bandeja, estaban los vinilos. Viajaba seguido a Los Ángeles, cuando volvía, la gente ansiosa, iban a escuchar la música que había traído. Una tarde, apagó la luz del pequeño living, estábamos en ronda, algunos sentados en la cama que hacía de sillón, dejo una luz de velador y puso un disco. Era hermoso, en silencio escuchamos un rato. Las canciones eran de un brasileño que no conocía: Zé Ramalho. En Brasil era muy popular, pero fuera no lo conocía nadie. Cuando a Juan le gustaba mucho una canción decía: “es un súper tema del rock nacional”.

Por Juan me dieron ganas de estudiar inglés. Un día puso unas canciones de Bob Dylan. Nos tradujo una parte, era una canción de amor, una ama de casa recibía una promesa: te daré tanto oro como quepa en tu delantal. A Juan le pareció hermoso, a nosotros también. Juan no estaba convencido de dar clases particulares. Estaba cansado y había tenido algunas malas experiencias. Decía que para estudiar un idioma hay que estar especialmente predispuesto. Tener preparada la cabeza para incorporar otra estructura. Finalmente aceptó y armamos un grupo. Duramos poco, tal vez tres o cuatro clases. Igual, una vez nos dijo que nos había extrañado.

Juan a veces se enojaba. En un recital en ciudad vieja, anduvo a los empujones con mozos y los de seguridad. Se sentó afuera, solo, en el frío de la noche. Nos preguntaron si estábamos con él. Con el Negro Maidana pasaba tardes gloriosas, escuchaban música y bailaban. Era muy gracioso verlo bailar a Juan. Charlábamos de cualquier cosa. Salía el tema de los extraterrestres y de los ovnis. Decía que no existen: porque si existieran yo tendría que haberlos visto. Hubo un viaje que no hicimos. Quería que lo acompañáramos a visitar a la madre, que estaba enterrada en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. No sé si pudo ir. Él ahora está en Salta, se lo llevo una prima y no sé qué paso con los discos.

La tercera vez que estudie inglés fue hace poco, en pandemia. En Arrecifes vive Sara Meregali, profesora de inglés jubilada. Hace años que da clases a gente como yo: incapacitados para aprender idioma. Antes de empezar le mandé un mensaje, tenía el desafío de enseñar a un hombre de Neandertal. Arrecifes es cuna de campeones, de ahí es la familia Di Palma, pilotos de autos. De ahí también es Canapino, que ahora corre por el mundo. Las clases eran por zoom. Había una chica que trabajaba en la Shell del pueblo, una pareja de Todd, otra chica que se pintaba las uñas, un motociclista que ganaba cada vez más carreras y quería aprender inglés porque se iba a competir a Europa y nosotros. Arrecifes tiene un río y un balneario que se llena las noches de calor, como si fuera una prolongación de los patios de las viviendas. Arrecifes tiene también un poeta, como Coronel Pringles tiene a Cesar Aíra, Junín a Juan José Becerra, General Villegas a Manuel Puig, Rojas a Ernesto Sábato, Veinticinco de mayo a Haroldo Conti. El poeta se llama Leandro Gabilondo, un apellido vasco. En el barrio de Flores, donde vive, escribió un poema pensando en su abuela:

Mi abuela Pichona

a una canción le dice: pieza,

a un lugar: sitio,

al jugo Tang: Tanyi,

al dolor de sus rodillas: infierno,

a una banda: orquesta

a la Seven up: la del 7,

al árbitro: malparido,

a los rivales: mugrientos,

a Crónica: televisión,

a Macri: inmundicia,

a mi papá: el Alfredito,

al perro del vecino: juira,

al club de mi barrio: el club,

al ídolo del club de mi barrio: el Pitu,

a la ropa linda: una preciosura,

a un tipo que detesta: zángano,

a los chetos: estirados,

al Chaqueño Palavecino: el Chaqueño,

a cenar o almorzar: comer,

a un detalle que la pone contenta: nunca vi nada igual,

pero al amor, al amor no lo nombra,

Mi abuela Pichona lo ejerce

como si fuera un mandato,

un acontecimiento impostergable,

su propia constitución.

Sara armó un curso para iniciados. La idea es que puedas tener una conversación básica en un viaje. Enseña como preguntar dónde queda el hotel, el restaurant, como saludar, agradecer, pedir comida, averiguar un domicilio, tomar un taxi, el precio de algo, pedir un postre, un almuerzo, una cena, describir un lugar, poder decir de donde sos. Hace poco cumplió aniversario de profesora para principiantes. Pensó en alquilar un campo para invitar a todos sus alumnos, pero no pudo por las restricciones el Covid. Cuando sus alumnos viajan le mandan mensajes: gracias a sus clases se comunican, algunos llevan sus cuadernillos.

El miércoles me invitaron a una radio para hablar de los ciclos de cine. Me preguntaron sobre las plataformas, sobre Barbie. Hablamos de la falta de una Cinemateca en Argentina y de mi Director de cine preferido. Conteste como Orson Welles: John Ford, John Ford y John Ford. De Argentina elegí a Hugo del Carril: actor, cantante y Director. Un Chaplin, dijo Guillermo, el periodista del programa. Antes de entrar en la radio, escuche en la camioneta que ponían una canción de Sinéad O’Connor. No se me ocurrió que había muerto. Un ratito después escuché la noticia. Nunca pude unir las dos personas: esa que se ve en el video oficial de Nothing Compares to you y la otra, la deprimida, la triste, la que pierde el hijo, la que muere a los cincuenta seis. Pongo la canción varias veces: empieza con ella caminando por un parque vestida de negro, después su cara ocupa toda la pantalla, caen lágrimas por sus mejillas, en un arroyo se apoya en el puente. Parece de otro tiempo, de otro mundo.

https://medium.com/@alesanchezmorenolh/el-ingl%C3%A9s-f0e45b7b92fc

*Colaboración para En Provincia.

Fotografía: Archivo web.