
Por Noemi Angelica Santiago* –
Enero castigaba con un calor inusual. Apuraba su viejo bayo con suaves golpes de varita, sacada de aquel sauce que tantas veces lo cobijó bajo su sombra del abrasador sol, ahora ese sol estaba cubierto por negros nubarrones de una esperada tormenta, ¿cuánto hacia que no llovía? – se preguntaba – ¿cinco o seis meses ?, ya había perdido la cuenta. Algunos de sus animales murieron por falta de agua y pasturas; solo le habían quedado dos cabras, una vaca y su ternero. El campo heredado por su padre era chico, pero lo suficiente para la cría de algunos animales y siembra de maíz que también se habían perdido con la sequía.
Ahora el olor a tierra mojada se venía acercando, grandes latigazos de luz cruzaban el cielo como heridas profundas, los hondos gritos de los truenos asustaban a su caballo, pero para Joaquín todo era música. Quería llegar a su hogar antes que la lluvia lo alcanzara. Ya en la tranquera sintió en su rostro las primeras gotas, desde la casa llegaban a su olfato ese tan conocido olor a tortas fritas. Sofía, su esposa, lo estaba esperando, ella era su sol, su vida, la que le daba la fuerza para seguir luchando contra toda adversidad. Se habían casado hacia tres años y esperaban su primer hijo.
Se apeó del caballo y abrió la tranquera; las gotas fueron transformándose en una fina lluvia, el viento comenzó a sacudir los árboles, apenas entró a la casa el agua cayó como cataratas, el viento fue creciendo, algunas chapas del galpón se desprendían como hojas de papel; con la ayuda de Sofía alcanzaron a trabar puertas y ventanas; ya más seguros recién pudo abrazar y besar a su esposa quien era un bálsamo para su cansancio.
A causa de la pérdida de animales y cosecha debió buscar trabajo en el pueblo, su amigo el herrero lo ocupó en su negocio, también se ayudaba con algunas changas que le daban los vecinos del lugar.
Sofía ya había preparado el mate junto con esas ricas tortas fritas que preparaba con mucho amor. Un fuerte estruendo sacudió la casa, ambos se persignaron, – ¿que fue eso?- se preguntaron, Joaquín observó por una hendija de la ventana comprobando como el viento había arrancado de raíz un eucalipto cayendo casi rozando la casa, volvió a mirar por el mismo lugar, lo que vio lo estremeció, el cielo estaba cubierto de grandes nubarrones negros mezclados con grises y verdes que se retorcían con furia iluminado todo por los repetidos relámpagos y algunos rayos que llegaban al suelo quemando la tierra; giró hacia su esposa, su cara tostada por el sol estaba blanca como el mantel de la mesa. Ella no tenía miedo, solo preocupación; se tomaron de las manos, bajaron al pequeño sótano donde en tiempos de bonanza guardaban la cosecha y los vinos que elaboraban con las uvas de los cuatro parrales ubicados en el patio trasero de la casa. Más tranquilos se recostaron en las bolsas de arpillera allí guardadas; Joaquín contaba todo lo ocurrido en esa jornada de trabajo en tanto acariciaba tiernamente el vientre de Sofía donde se encontraba su futuro hijo, hasta quedar dormido por el cansancio, ella apoyó su cabeza sobre el pecho de él buscando el descanso.
Fuertes golpes en la puerta los sobresaltó, rápidamente se incorporaron, Joaquín subió los pocos escalones para llegar al comedor, miró por la mirilla de la puerta; fue sorpresa reconocer a ese gran amigo de la infancia. Julio estaba ahí, mojado de pies a cabeza, tiritando y con rostro desencajado. Solo tardó unos segundos para hacerlo entrar, Sofía que había subido detrás de su esposo, corrió a las habitaciones a buscar toallas y ropa seca para ese amigo, luego se dirigió a la cocina a preparar alguna bebida caliente para ofrecerle; Joaquín no tardo en preguntar -¿qué pasó, que te trajo bajo tremenda tormenta?-, Julio con un tomo de angustia comentó – mira amigo, vos viste el viento-, e hizo una pausa, -la casa de tu mamá, no resistió el viento- su voz se quebró -cayó el techo, hicimos todo por salvarla, pero no llegó al hospital . El rostro de Joaquín dejó de tener color, sus puños se crisparon, un doloroso grito salió de la garganta, el abrazo de Sofía sirvió para sacar el llanto contenido.
La tormenta estaba amainando, un rayito de luz entraba por una abertura de la ventana, Julio se dirigió hacia ella abriéndola, el sol trataba de asomarse entre las nubes, el viento se había transformado en un soplo silencioso, y el cielo se transformó en un manto celeste.
La despedida a su madre fue dolorosa, todo un pueblo donde ella vivía desde su juventud, la acompañó en ese trance. El padre había fallecido unos años antes, ahora la tormenta tan esperada se había llevado a su madre.
Los meses transcurrieron, la esperanza de una mejoría iba llegando, los primeros retoños del maíz iban asomando sobre la tierra, la siembra había sido exitosa. Sentados bajo la sombra de la parra, saboreando el matutino mate miraban el verdor del campo. Sofía con su abultado vientre, le era difícil acomodarse en la estrecha silla que ocupaba. Un tibio líquido corrió por sus piernas, miró a Joaquín, con una sonrisa dijo – tu hijo quiere nacer -, él en un salto se levantó de la silla, corrió al galpón sacó el sulki y con manos temblorosas lo enganchó al caballo, tomó en brazos a su esposa para subirla, quería llegar con urgencia al hospital.
La larga espera lo hacía recorrer el pasillo que lo separaba del quirófano; una puerta se abrió, un hombre con guardapolvo blanco salió sonriendo, Joaquín, ansiosamente, preguntó – ¿usted es el médico? -sí, está todo bien, ya la están llevando a la habitación- contestó. Cuando entró al cuarto no pudo creer lo que vio, a un costado de la cama de Sofía se encontraban dos cunas, ella lo miró, son una niña y un niño, las piernas de Joaquín se aflojaron, las lágrimas surgieron rápidamente, sin pensarlo.
Todo había cambiado en el hogar, Sofía siguió el control médico por unos meses, al sentirse mejor no quiso concurrir más, ahora quería dedicarse al cuidado de sus bebes a los que llamaron Camila y Julián.
Pasaron dos años, las cosechas habían sido abundantes, la economía no era brillante, pero si holgada para el sustento de la familia. Los hijos están creciendo sanos y libres, en ese campo que tanto aman. Ese día amaneció con un cielo diáfano, el cantar de los pájaros llenaba el lugar. Tuvieron la idea de almorzar en el patio que se encontraba delante de la casa, pusieron una mesa debajo del frondoso tilo. La comida se desarrollada en alegría, cuando Sofía mira hacia el horizonte ve grandes nubarrones negros cruzados por centellantes latigazos de luces, no pudo contener su temor, tomó la mano de su esposo, -esperemos que no sea granizo -Recogió lo que estaba en la mesa y con sus hijos fue a refugiarse dentro de la casa, se inclinó delante de un crucifijo colgado en la pared, -Dios, otra vez no -, Joaquín que se había quedado sentado aún, mirando como avanzaba la tormenta, recordó que algo así se había llevado a su madre para siempre, levantó sus brazos hacia el cielo ,imploró que solo sea lluvia. El campo era su amor, su pasión y no quería tener que abandonarlo. Entró a la casa, un fuerte trueno sacudió el lugar, seguido de una fuerte caída de agua. Solo fueron unos minutos, luego todo fue silencio; solo se escuchó el canto de los pájaros, al salir pudieron disfrutar del arco iris que cruzaba el cielo, mostrando nuevamente su azul celeste
Joaquín y Sofía, abrazados a sus hijos podían sentir ese aroma a tierra mojada dándoles la esperanza de seguir adelante.
*Cuento participante de los Torneos Bonaerenses.
Fotografía: https://pixabay.com/