Viento sin niños

Por Guillermo Cavia –

Un día el viento bajó y se llevó todo. Las chapas del galpón, las aspas del molino de la primera chacra. Al eucalipto lo arrancó de cuajo y a la vieja Eulalia la voló de flaca. La estampó contra la pared rota del antiguo paredón. Voló parte de los techos de la casa. No dejó nada sano. Porque derrumbó hasta el gallinero y las gallinas desaparecieron todas, solo las plumas quedaron por el piso. No sabemos qué pasó con los patos y los gansos. Ese día sé que el viento nos llevó hasta la misma infancia.

Contra el alambrado había dos chanchos muertos y luego de andar un rato papá se dio cuenta que ni siquiera eran nuestros. ¿De dónde habían venido? Ni sabemos. Igual papá los llevó a dónde estaba el galpón y los abrió para que al menos la carne sirviera para algo. Por suerte no pensó hacer lo mismo con Eulalia. A ella la llevaron más tarde para el pueblo. Cuando la cargaron en el carro sabíamos que estaba para irse y no volver más. La cara demasiado blanca, los brazos demasiados duros, los pómulos demasiados hundidos.

A la noche el aire fresco trajo algo de frío y un cielo diáfano, tan infinito que parecía alejado de cualquier límite. Cuando nos acostamos me di cuenta que por primera vez, desde la habitación, podían verse las estrellas. De pronto me acordé todo lo que había pasado y tuve miedo, que por el agujero que había en el techo entrara la vieja Eulalia, con la cara blanca, y se me parara al pie de la cama. Cuando lo pensé metí los brazos debajo de las mantas y ni siquiera me movía. Así estuve hasta que entre las estrellas vi una luz muy pequeña, que iba como cruzando el cielo. Así que esa imagen, entre el brillo de tantas luces parpadeantes me distrajo y de paso me trajo el sueño.

A la mañana siguiente me había olvidado del vendaval, hasta que vi que los rayos del sol, podían colarse a través del terrible agujero que había en el techo. Mamá se había levantado y estaba trabajando afuera. La tarea era tan ardua que parecía no había un principio para iniciarla. Papá regresó cerca del mediodía. Andaba vestido todo de negro porque temprano habían llevado a Eulalia al cementerio. No dijo nada al llegar y nadie le preguntó. Enseguida se puso a trabajar en el galpón y al rato otros hombres llegaron para ayudarle. A mí me mandó al campo para ver si podía encontrar los patos, los gansos y las gallinas.

Caminamos con mi hermana en dirección a la laguna. Íbamos con tres perros y unos palos con los que jugábamos a golpear cardos y otras cosas que encontrábamos mientras andábamos. Cada tanto podíamos ver plumas que creíamos de gallinas, pero no estábamos del todo seguros. Los perros iban y venían con cosas que encontraban, huesos, maderas, cañas. Había ramaje por todos lados. Seguimos caminando mientras mirábamos el nuevo escenario que nos presentaba el campo. Todo parecía novedoso, como si las cosas se hubieran transfigurado de la noche a la mañana. De pronto algo extraño nos llamó la atención, primero lo vio mi hermana, porque los perros habían ido hacia el lugar. Así que nos acercamos. No alcanzamos a divisar que era lo que exactamente había, pero a medida que nos aproximamos teníamos una idea de lo que podía ser. Mi hermana cuando estábamos a una distancia considerablemente cercana dejó de seguirme. Yo avancé un poco más, lo hice porque los perros me animaron. Además el palo que llevaba para golpear cosas me dio valentía.

Boca abajo había algo parecido a un hombre, pero no lo era. Tampoco una mujer. Estaba quieto, inmóvil, casi como la habíamos visto a Eulalia contra el paredón de ladrillos. Los perros lo olían pero no lo tocaban y extrañamente nunca ladraron. Incluso los advertía temerosos de lo que allí había. No me acerqué demasiado, pero la curiosidad me hacía intentar ver la definición concreta de lo que estaba percibiendo. Sin embargo no me arrimaba. Pensé que lo mejor era volver a la casa para que mi papá viera lo que había. Llamé a los perros y me di vuelta para iniciar el regreso.

Caminaba hacia mí hermanita, que por alguna otra razón me miraba con ojos de espanto. Entonces sin darme cuenta de lo que pasaba, sentí primero el sopor de un aire caliente, que me llegó por mí derecha. Eso me sobresaltó de un modo sofocante, a la vez que alcancé a mirar que por allí pasaba lo que había estado observando hacía un instante. Me franqueaba e iba en directa dirección hacia mi hermana. La alcanzó de inmediato, la levantó de la cintura como a una pluma que flota y se alejó dando pasos extraños y gigantes, hacia donde se encontraba el monte.

¡No, no, no, no! –Gritaba con desgarro mi hermanita- Mientras yo sentía que las piernas no podían responderme. Eso que veíamos se la estaba llevando, a la vez que a su paso, un calor intenso golpeaba los pastos y las ramas sueltas que estaban por todo el campo. La sentía a ella pronunciarse exasperada por ayuda y yo nada podía hacer, incluso los perros, que ni siquiera ladraban, no fueron tras ella, parecían nerviosos y a la vez asustados. Cuando pude reaccionar comencé a correr rumbo a mi casa vociferando desesperadamente, pidiendo ayuda, increpando con todas mis fuerzas. Sentía que corría como el viento, que el terreno bajo mis pies pasaba a gran velocidad. Mi grito cruzaba el campo, pero sabía, todavía no podía ser escuchado desde mí casa. – ¡Papá, papá! ¡Mamá, mamá, se la llevaron, se la llevaron! – Exclamaba y lloraba.

La casa me parecía tan alejada, como si nunca pudiera alcanzarla, como si los metros se hubieran multiplicado por cientos. Mientras avanzaba me caí muchas veces, en una de esas sabía que me había lastimado una pierna, pero nada me importaba, porque la consternación era superadora de cualquier percance, de todo lo que pudiera ocurrir en la tierra. Quería llegar a la casa, quería que me escucharan, que nos ayudaran. Sentía que ya no podía gritar más, me faltaba el aliento y el corazón retumbaba como galopes de caballos en mis oídos. Sentía gusto a sangre en la garganta y dolor agudo en uno de los costados de la panza. ¡Pero avanzaba tan rápido como podía! Me quedaban tres tranqueras para llegar y sentía que la primera ni siquiera la había saltado, como que la crucé sin darme cuenta por el deseo de llegar a la casa.

La última tranquera había sido sorteada y ya estaba en el camino que va directo a la entrada, el que pasa por el costado de la pared vieja. Podía incluso ver a mi papá con otros hombres, subidos al esqueleto del galpón golpeando los clavos para fijar las nuevas vigas. ¡Pero a Mamá no la veía! Fui saltando el gran ramerío que había y otra vez me volví a caer, rompí parte del pantalón y un poco la camisa, mientras un ardor fuerte me corría por el brazo. Me levanté y seguí con la misma desesperación hacia la búsqueda de ayuda. Los perros que llegaron primero que yo fueron derecho al lugar donde está la bomba, para tomar agua, mientras que yo iba hacia mi mamá, que por fin podía ver cortando ramas con un hacha pequeña. ¡Mamá, mamá – le gritaba – mamá, mamá! Ella me miraba extrañada por el estado en el que yo me manifestaba, enseguida vino corriendo hacía mi intuyendo que algo grave me estaba pasando. Pero no lo hacía sola. Tras de ella también venía mi hermanita. ¡Ahí estaba, como si nada le hubiera ocurrido!

Me largué a llorar y no podía dejar de hacerlo, me abracé a mamá y trataba de explicarle lo que había pasado. Papá también vino porque notó el alboroto y todos me llevaron hasta la bomba donde me lavaron la cara y enjuagaron las heridas. ¿Qué es lo qué te pasa? Me preguntaron y yo no podía dejar de ver a mi hermanita que a la vez me miraba como extrañada. Pero más atónito que nadie estaba yo. Más confundido estaba yo y a la vez sentía un alivio que no alcanzaba a comprender. ¿Qué es lo qué te pasó? Me preguntaron otra vez y ahí les conté. Escucharon con gran preocupación todo mi relato, pero mamá me explicó que mi hermanita vino mucho antes que yo, que solo dijo que no habíamos encontrado ni una sola gallina, ni un pato, ni un ganso. Papá volvió a decirme que le contara la historia otra vez y que lo llevara hasta el lugar.

Un amigo preparó cuatro caballos y salimos con dos hombres que nos acompañaron hacia la zona donde habían ocurrido los hechos. Llegamos pronto y estaba seguro que era el sitio indicado. Papá se bajó del caballo y buscó algunas huellas, pero nada encontró y luego desde ahí fuimos hacia el monte, donde había visto que algo se llevaba a mi hermanita. Lo recorrimos todo lo que pudimos, pero no tanto como hubiéramos querido, porque había demasiado árboles y ramas caídas. Al rato volvíamos rumbo a la casa. Mamá nos esperaba de pie en el camino de entrada, estaba preocupada. Allí nos dijo que mi hermanita insistía con que no había visto nada y que nadie la había llevado. Pero yo dije que lo que había visto era real, como lo contaba. Luego mamá y papá conversaron a solas y más tarde cada uno siguió con lo que estaban haciendo.

Esa noche el techo de la habitación estaba arreglado, pero igual no pude dormir hasta que casi amaneció. Así sucedió durante algún tiempo. Nunca más fui a caminar por el campo con mi hermanita, tampoco volví a hacerlo alguna vez sólo. En la casa no se habló más del hecho. Me doy cuenta que tampoco los perros salieron más hacia ese territorio del campo y que muchas cosas han cambiado. Mi hermanita con el pasar de esos días permaneció como alejada y no volví a encontrar en ella la mirada que yo antes le veía. Empecé a extrañar su risa al igual que el sonido de sus pasos que siempre me seguían. Las ausencias en su ritmo habitual se volvieron casi cotidianas y todos empezamos a buscar lo que yo ya sabía y antes había visto.

Mi hermanita después del viento se fue durmiendo cual los atardeceres, como si no tuviera brisas, como si el nuevo amanecer de cada día no la pudiera sorprender, ni siquiera buscar iluminarla. Muchas veces me he quedado mirando hacia el cielo estrellado o hasta el infinito que parece fuera el campo, con los ojos quietos esperando ver algo, encontrar indicios, tener respuestas. Pocas cosas he hallado. En ocasiones he vuelto a escuchar el sonido de aquel viento, otras veces tener los recuerdos claros de todo lo que ha pasado. Cada vez se me ha revelado la certeza de saber, que desde aquel momento, también perdí para siempre lo que jamás pude volver a tener, mi inocencia, mi infancia, mi niñez.