Los niños descalzos

Por Guillermo Cavia –

En medio de la tarde el verde que se hundía bajo nuestros pies era lo que nos hacía dar cuenta que aún estábamos ahí. Comprender que lo que parecía imposible en verdad sucedía y nosotros éramos los testigos del momento.

La mañana había empezado como todas, el sol de esos días golpeando las puertas y ventanas, el ruido de escobas vereda y agua con ese olor fresco que solo tiene el resplandor del nuevo día. Me levanté y no desayuné con leche, como siempre, sino que bastó un poco de ensalada de frutas de la noche anterior. Luego me quedé en el patio perdido entre los reflejos y las primeras sombras que traían frescura.

Todo comenzó cuando fui hasta la panadería, era mi tarea de niño de todos los días. El camino era idéntico al de cada día, las primeras baldosas de las aceras y el final de la cuadra por el caminito bordeado de pasto tierno. Mientras caminaba me sentí sorprendido porque en varias oportunidades un destello de luz oro se cruzaba en mi camino, cual si alguien me hubiere intentado encandilar con una mezcla de espejo y sol. Compré flautitas y mientras Anselmo, el panadero almacenero, me completaba el medio kilogramo en la bolsita de red tuve la impresión de ver dos veces más esa luz.

Regresé a casa y entre una cosa y la otra olvidé el hecho. Quizás el pueblo entero estaba ajeno a lo que había sucedido en mi camino de la mañana, entonces bajo esa perspectiva que creía cierta seguí mi vida de niño de ese día. Podía sentirse un encanto que se olía en el perfume del verano junto con la Navidad. Todo estaba preparado para la fiesta. En la arcada de casa había una línea interminable de guirnaldas y el arbolito de Navidad tenía el primer regalo. Mamá cocinaba y cocinaba para la noche, hervía papas y a la vez adobaba no sé qué sobre la mesada. La abuela y otras señoras que habían venido de visita le ayudaban y yo mientras tanto elegí ir a jugar al patio, sentía también el espíritu festivo y por ello tenía ganas de hacer mil cosas y salir a jugar lo era.

De la luz de la mañana ni me acordaba, ni pensaba en lo que había sucedido, no era siquiera un recuerdo. Así hasta ese día en la tarde. Estaba solo, la siesta aún no había terminado y todos dormían o reposaban. Era el momento en que parece el espacio se queda quieto y ni el aire se mueve. No sé en que instante sucedió, recuerdo que había atravesado la primera hilera de árboles del patio cuando la luz me tumbó. Caí primero de espaldas contra el piso, después sentí el cimbronazo en los hombros y en las manos que me arquearon hacia atrás. El día se hizo noche sin estrellas, solo podía contemplar la existencia de esa luz. Permanecí no sé qué tiempo en el suelo con el haz luminoso sobre mi cuerpo, no tenía miedo y tampoco lloraba. Cuando me incorporé no estaba solo, había conmigo cientos de niños y todos estábamos descalzos parados en la hierba con un reflejo de luz oro en medio del pecho.

No sabía si en casa habrían cenado todas las cosas ricas que preparó mamá, si aún las guirnaldas estarían en la arcada de la casa, si se habrían despertado de la siesta, si el regalo del arbolito era para mí. Me quedé mirando la luz y aún la miro, no somos tantos niños como al principio, pero nos acostumbramos. Tenemos la certeza de saber que no flotamos porque los tréboles y el pasto tierno se sienten bajo nuestros pies descalzos.

Después de la luz ya nada fue igual, supongo que el tiempo se hizo infinito. Cuando todo dejó de ocurrir aún la siesta no había terminado, pero no era la misma. Entonces supe que no debía contarlo y no lo hice más que escribir algunas veces. Muchas otras veces ocurrió que al ir a buscar el pan tuve la sensación de cruzarme con el haz en los mismos lugares y en perfectos momentos, como si las coordenadas de los tiempos se dieran exactas. También al llegar los fines de diciembre o los principios del abril empiezo a conocer nuevas gentes y ahí suelo tener la certeza que Marisol, Alejandra, Marcos, Jorge, Ana, o quizás Andrea, Agustina, María, Sergio, Jalil, Alejandro, Sonia, Walter, Gabriela, Karen, Marcelo, Marianela, Julieta, Marcela. Leticia, Gustavo, Andrea, Fernando, Mariel, Andrés, Fabiana, Astrid, Alberto, Débora, Novisa, Sandra, Agustín, Joaquín, son algunos de esos niños. Lo puedo adivinar en las miradas, en sus palabras, en las sonrisas, en la forma de quedarse contemplando un silencio.

Con el paso de tantos momentos aprendí a buscar otras luces y descubrí otras estrellas y me perdí tantas veces en el cielo que a veces, confieso, no estoy seguro si vuelvo.

Del libro “Hinojo entre cuentos”.