Dr. Luis Sujatovich – UNQ – UDE –
Una de las dificultades más notables que nos ha deparado la posmodernidad está ligada a la imposibilidad del diálogo genuino entre generaciones. Es cierto que no hay registros acerca de contactos sin tensiones ni trasvasamientos generacionales sin conflictos. Sin embargo, el desplazamiento del adulto mayor como símbolo de la experiencia en favor de un posicionamiento irrestricto, abundante y repetitivo de la juventud como valor en sí mismo y por lo tanto como medida de lo verdadero, lo bueno y lo bello constituye una novedad que trae aparejadas algunas confusiones que afectan el establecimiento de valores sociales y pautas culturales. La música, por ejemplo, representa un modelo a indagar ya que ofrece modos de consumo, géneros y temáticas que refuerzan las distancias entre grupos etarios. El volumen es un asunto de discordia desde hace años, pero las posibilidades de trasformar al celular o al vehículo en un reproductor de gran potencia ya no sorprender a nadie. Y a pesar de las incomodidades que produce, es infrecuente oír un reclamo. Allí tenemos el primer aspecto a considerar: ¿quién se atreve a asumir el desagradable rol del tutor que vela por el comportamiento de los más jóvenes? No hay dudas que es más fácil soportar y dejar que suceda. Además, nos evita el disgusto de los improperios que recibiremos a cambio en la más profunda soledad. Es como si de pronto todos quisiéramos ocupar el lugar del amigo mas no del padre o la madre. Parece que la adultez está mal vista.
La siguiente faceta es aún peor: la celebración de los gustos musicales de la juventud pone de manifiesto la peor pesadilla de los docentes: el acostumbramiento a sonidos fuertes, melodías sencillas y letras que riñen contra el castellano se han convertido en el prototipo legítimo de ese arte. Y quienes aún osan discutir sus virtudes en más de una ocasión reciben una respuesta demoledora: si les gusta está bien que la escuchen, además todas valen lo mismo. Tienen la misma significación. Ante esa afirmación, que de alguna forma sintetiza la pereza intelectual contemporánea, sólo hay dos opciones. O nos acercamos a los parlantes para demostrar que estábamos equivocados, o reconocemos que es preciso reformular algunos acuerdos para que dejen de ser tácitos y por lo tanto aceptados sin óbices. La pregunta más urgente que surge es: ¿cuál es la instrucción de los sujetos que convalidan las músicas más celebradas para arrogarse el derecho de sentenciar sobre gustos y méritos? Muy pocos o ninguno. Pero no hace falta, la poca edad le sirve de garante. Aunque parezca intrincado, la sustentación de sus expresiones tendrían el siguiente derrotero: si el estado más valorado es la juventud, todo cuanto elija, haga, piense y desee tendrá el mismo rango. Si aceptamos sus designios y caprichos acaso obtengamos una membresía de adulto con capacidades de joven en desarrollo. Entonces, quienes se opongan deben considerarse como simples resentidos. Las nuevas generaciones no precisan ser formadas, en el arte no hay jerarquías y los viejos no saben nada.