El Sitio

Columna de Guillermo Cavia en 90lineas.com

La primera noche que lo vio estaba al costado del camino. Era un perro alto y flaco de pelaje oscuro. Las luces de su automóvil lo iluminaron y entonces pudo verlo garroneando en unas bolsas, pegado a la banquina de la ruta. En el viaje de esa vez el hombre llevaba algunas muestras médicas y viajaba al interior de la provincia, lo hacía por allí porque le comentaron que el transito era escaso y no le habían mentido. Después de un tiempo volvió a pasar por el lugar. La noche era perfecta e invitaba a andar, con la luna que lo perseguía en las líneas del camino. Allí sucedió que otra vez divisó al perro, estaba en el mismo terreno que la última vez. Nuevamente hurgueteaba entre unas bolsas. Esta vez el hecho le llamó la atención y pensó en lo sucedido. El perro. ¡Estaba seguro que se trataba del mismo perro!

Al llegar a una estación de servicio frente al cementerio le comentó al muchacho, que cargó combustible a su vehículo, lo que le había pasado. Esperaba que él tuviera una respuesta que en verdad no le dio. Después mientras tomaba algo caliente en la cafetería, antes de proseguir el viaje, encontró a un amigo y colega que viajaba hacia el lugar desde donde él provenía, de modo que le contó lo ocurrido y le pidió que prestase especial atención en ese punto de la ruta, a unos pocos kilómetros, pues ahí había visto dos veces al mismo perro.

En casi dos meses no anduvo por el lugar. El tiempo transcurrido quebró con el misterio, pues pensaba que todo había sido una mera coincidencia y nada más. Sostuvo eso hasta volver a pasar por el sitio. Esa noche llovía un aguacero pesado, el camino tenía tantos reflejos de agua como el cielo relámpagos. De pronto se sorprendió porque las luces empezaron a hacer visible al animal. Al verlo aminoró la marcha. Iba a detenerse, pero no lo hizo. Pasó lo suficientemente despacio para poder asegurarse mejor. Todo estaba allí. Las bolsas junto al perro alto y flaco, que se movía mientras sus dientes mordisqueaban el polietileno empapado, intentando romperlo. Ni siquiera advirtió que el auto estaba pasando muy cerca de él. Luego de andar pocos kilómetros otra vez se detuvo en la misma estación de servicio, así que volvió a relatarle al mismo muchacho el episodio, pero el joven no mostró interés alguno, incluso le restó importancia al asunto. El hombre al advertirlo cambió de conversación. La lluvia y el mal tiempo se apoderaron del efímero diálogo.

Cuando regresó de ese viaje encontró al amigo a quien hacía tiempo atrás le había preguntado si había visto en aquella oportunidad al perro. Éste le dijo que en esa ocasión lo había olvidado, pero que hacía sólo dos noches, al pasar por el sitio lo pudo ver. El hombre le pidió que lo describiera y pronto comprendió que ambos estaban hablando del mismo animal. Incluso el amigo le comentó que en unos días volvería a pasar por allí y que si llegaba a verlo le avisaría. Los dos compartían un hecho, que sentían con un halo misterioso, aunque nada era parte de algo que no pudiera ser corriente.

Desde siempre lo primero que hacía el hombre al salir de su casa era comprar el diario, una costumbre que transformó en hábito. Ese martes estaba en un bar leyendo el periódico, sobre un accidente fatal en la misma ruta en donde había visto varias veces el perro. De pronto se encontró frontalmente con la verdad. Un frío le corrió por el cuerpo y lo paralizó, le quitó hasta el aliento. La noticia hablaba de su amigo. Se había detenido en medio del camino y un camión que venía a poca distancia no pudo frenar y lo arrolló. La muerte sobrevino en esa mañana como si fuera una mariposa que pasa ocasionalmente. Un destello de miedo, de angustia, que lo dejó perplejo y prácticamente sin habla. La muerte estaba ahí expresada con simpleza en la hoja de un diario. Se quedó sentado y temblando al darse cuenta que, además, el accidente había ocurrido en el exacto lugar en donde los dos habían visto al perro.

Se comunicó con otros conocidos, algunos ya estaban al tanto de la terrible noticia y otros ni siquiera sabían. Supo que el hermano de su amigo había viajado hasta el sitio en donde ocurrió la tragedia. Decían que el camionero que lo atropelló, no comprendía que el auto se hubiera detenido sin motivo aparente sobre la ruta. Las palabras no encontraban explicar lo acontecido. El hombre durante todo el día se sintió extraviado, perdido y alejado de la realidad. Creía que todo era parte de una pesadilla. Hasta que la tristeza y el llanto, por lo irremediable, lo fue despertando en el vacío de esa verdad.

El tiempo con sus relojes de engranajes invisibles franqueó los días y los meses. Pasó inexorablemente. El hombre volvió a andar en sus viajes de trabajo. Pero ninguno que haya realizado por esa ruta. Así ocurrió hasta esa noche. La luna estaba clara como plata limpia. Lo dejaba ver más allá de la oscuridad. Viajaba solo, y así estaba en toda la cinta asfáltica. De tanto en tanto cruzó a algún que otro vehículo. Íntimamente sabía que se estaba acercando al lugar donde el perro había aparecido por varios viajes. Eso lo inquietaba, pero mucho más tener la certeza que se abría paso al lugar del accidente.

Mientras avanzaba, las luces le fueron confiando la ida por esa carretera y el andar lo llevó hasta el sitio. Apagó la radio y aminoró la marcha para poder acercarse más lentamente. De pronto estaba allí. Aún en el asfalto se veía el caucho marcado por una brusca frenada y había miles de partículas de vidrio incrustadas en la brea. Buscó entre la oscuridad de lo que no podía ver y entre la claridad de lo que alcanzaba a mirar. Entonces lo vio. El perro estaba junto a las bolsas de basura intentando romperlas. Trataba de no perderlo de vista. Fue pasando lentamente y mirando. Hasta que de pronto el corazón le golpeó en el pecho, la sangre le hinchó las venas, le ahogó la garganta. Al lado del perro pudo ver la silueta del amigo que contemplaba al animal. Sintió un manantial de adrenalina que lo alejó del lugar tan rápido como pudo hacerlo. Se quedó en el primer pueblo que encontró y ahí pasó la noche. No durmió y aún le cuesta hacerlo. Piensa en la muerte y el perro, en su amigo y la muerte. En la muerte y el sitio, en el sitio y la muerte.

Guillermo Cavia